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Kobe Bryant y el dolor de ya no ser

Kobe Bryant observa desde el banco de suplentes. Gira la cabeza hacia un lado, hacia el otro, y trata de ocultar su frustración, pero es en vano. Los Lakers, sus Lakers, juegan mal. Muy mal. Mientras pasan los minutos, empieza a pensar el discurso que dirá luego en zona de vestuarios. De nuevo, enfrentar esas espadas disfrazadas de micrófonos. Explicar lo que todos ven pero nadie dice. En las afueras del estadio, los bocinazos de los autos, los gritos en las esquinas, nos enseñan que la ciudad de Los Ángeles está en orden. El caos, en estas tierras, es la piel que recubre el ritual de lo esperable.

Dentro del Staples Center, el silencio se corta con bisturí. Es una película de Alfred Hitchcock: el suspenso de las pequeñas cosas anticipa un final trágico e inevitable. El público sabe de qué se trata esta historia de cortarle la cabeza al de enfrente a cualquier precio. Pero los Lakers ya no tienen armas para conquistar ese objetivo: son demasiado jóvenes para controlar el tiempo de los partidos. Son demasiado viejos para seguir el ritmo de los rivales. Un Frankenstein de piezas unidas entre sí con pegamento barato.

Es una linda aventura pensar que Bryant podía ser lo que alguna vez fue. No hay sentimiento más profundo, adictivo y peligroso que la nostalgia. De todos modos, es un pecado de objetividad no meter un freno de mano a tiempo para corregir el desvío, porque una vez en carrera, esta clase de movimientos se convierten en imprudentes: detenerse de golpe en el medio de la curva produce indefectiblemente un vuelco sin retorno.

Kobe es la versión opuesta del Bartleby de Herman Melville. Siempre lo fue. No se corresponde con aquel personaje ridículo e imprudente que esquivaba las responsabilidades con el desgastante "preferiría no hacerlo", sino que su naturaleza es pensar que todo lo puede. Que puede vencer a quien se ponga enfrente, incluyendo al tiempo. Esa obsesión recurrente, ese pensamiento obtuso que alguna vez le permitió romper barreras, hoy es una droga peligrosa que viene con contraindicaciones: si la dirigencia, en vez de ponerse el guardapolvo blanco para diagnosticar un problema, decidió colocarse una vincha púrpura y violeta y una camiseta con su nombre para alentarlo, no puede ahora llorar sobre la tumba de su equipo. Ni siquiera puede vestir de negro para derramar lágrimas sobre la lápida de su estrella.

Hemos visto infinidad de casos de esta naturaleza: los Lakers no están desarrollando a sus talentos jóvenes y tampoco están ganando partidos. Y esto, que se presenta ahora como una realidad inexpugnable, se veía en la previa como una obviedad. Todos, absolutamente todos, prefirieron mirar para el costado ante el desgaste sistemático, los dolores recurrentes, y las lesiones que dejan huella en cualquier cuerpo. "Cuando me convertí en la voz del 'movimiento de balón', entendí que teníamos un problema", dijo el escolta de L.A. "Nunca pensé que iba a llegar el día en el que iba a predicar esas cosas. Es muy loco".

Bryant no va a mejorar a sus compañeros, porque él es el faro que ilumina lo que está alrededor. Están todos y está Kobe: todos para uno, jamás uno para todos. No crean que no entiendo lo que ocurrió con la dirigencia y su estrella. Se trata de intentar quitarle el carnet de conducir al mejor corredor de Fórmula Uno por los riesgos que provoca la edad. De decirle a Superman que deje el traje y pase por ventanilla a cobrar lo que se le debe ¿Quién se atreve a comunicarle una verdad de estas características a alguien tan querido como Kobe? ¿Quién tiene el estómago suficiente para pegarle un golpe al alma a Bryant, uno tan duro que quita el aire para siempre? Los Lakers nunca estuvieron preparados para pronunciarse en algo así. Prefirieron pagar 25 millones de dólares en un año antes de volverse en contra de su legado.

Y ahora vamos a lo verdaderamente importante: pese a todo, celebro esta decisión, no porque crea que hicieron lo correcto, sino justamente porque ellos la sabían equivocada -o al menos discutible- y sin embargo fueron a fondo. En una Liga que acostumbra a firmar cheques millonarios de despedida, que suele bajar de los colectivos a los jugadores para convertirlos en desempleados, los Lakers sellaron un acuerdo de fidelidad impropio de estos tiempos. Fueron en contra del beneficio del presente en función de los laureles del pasado. Y eso tiene un precio a la hora de evaluarlo, porque el amor incondicional tiene esta clase de gestos. Las tribunas lo saben, y ese silencio ubicuo es el filo de una navaja despellejando corazones en cada tiro fallado, en cada pelota perdida, en cada movimiento inoportuno ante rivales más atléticos y más jóvenes. Pase lo que pase, nadie dice nada, porque eso es lo que merece su legado. ¿Quién quiere ver al campeón veterano besando la lona? Silencio en la sala. Los que peinan algunas canas siempre buscan desde el sillón que haya un puñetazo más para lanzar, aunque se cachetee el viento, porque eso significa que aún quedan cosas por decir. Que no todo está perdido, que la lámpara aún relampaguea en la habitación vacía.

Desde lo deportivo, puede tratarse de una tragedia, aunque sea a corto plazo. Desde lo emocional, es un gesto comprensible y adecuado. Porque, al final del día, las cuentas estarán pagas. Podrán estrecharse las manos con los ojos vidriosos. Tú me cumpliste y yo también. El dolor de ya no ser se mezcla con la ilusión de lo que pudo haber sido. El último gran héroe se prepara para dejar su vestimenta, y con él se irá una parte de nosotros. De caídas y recuperaciones, de triunfos y derrotas. El libro de arena muestra que siempre hay una página más llegando al lomo: hay historias que exceden lo inmediato, hay cariños que reconfortan, hay amores que duran para siempre.

En esta clase de decisiones, no siempre uno mas uno es dos. En el país de los números, ganó el sentimiento.

Bienvenido sea.