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La redención de LeBron James

LeBron James corre la cancha en el silencio. Se esconde del ojo humano a través de la decisión del director de cámaras, que pide seguir el balón como único objeto de deseo. La trayectoria se dibuja en el pase lacerante, oblicuo, preciso, de Stephen Curry para Andre Iguodala. La belleza del juego está en ese corte transversal de la cancha, en la posibilidad de lo que puede ser y jamás será. La histeria de las posibilidades vuelve a cobrar una nueva víctima, disfrazada esta vez de jugador de básquetbol. James acelera y se prepara para la obra maestra que dejará al mundo a sus pies de hoy para siempre. Y curiosamente no será con la espada en sus manos, sino que esta vez será, como Ulises, con el escudo a cuestas.

James brinca en transición. Hace un primer paso, un segundo y despega en ruta directa hacia la inmortalidad. Hacia la transformación perfecta de oruga en mariposa. De villano en héroe. Es el beso de la muerte firmado con su palma derecha sobre el tablero, con la tinta que escupe el balón. La mejor jugada defensiva de la historia del básquetbol en manos del jugador más completo que este deporte alguna vez ofreció.

Bienvenidos, entonces, a la historia de redención perfecta jamás guionada.

LeBron necesitaba una proeza de estas características para hacer que su carrera sea lo que alguna vez diagramó de niño en las calles de Akron. La fruta cae del árbol cuando tiene que caer, no cuando el mundo desea que caiga. La odisea de James empezó temprano, siendo sólo un estudiante de colegio secundario. Inmaduro, egocéntrico, irritante. Una historia de camisetas devoradas por el fuego, de partidas y regresos, de frustraciones, llantos y alegrías a cuentagotas. Pero luego, todo cambió. Y no fue una modificación brusca, sino que fue, como las grandes cosas de la vida, una transformación paulatina. La teoría de la evolución la vivió James en primera persona.

Cuando alguien tiene un talento maravilloso para hacer algo, cree ser el dueño de la verdad. Y la única manera de entender que no lo es, es equivocándose. Una vez, dos veces, tres veces. Mil veces si hace falta. Sólo los inteligentes reparan en el error y no tropiezan una y otra vez con la misma piedra.

James pasó de ser un anotador compulsivo a ser el cerebro de equipo más brillante del básquetbol actual. Y uno de los mejores de todos los tiempos. Su versatilidad absurda que le permite jugar mismatchups sin cambio de cortinas lo convierten en un jugador 360°. La ubicuidad de jugar todas las posiciones. Su registro interno desarrollado para saber lo que hay que hacer en cada momento del partido. James pasó de ser un boxeador callejero de golpe fácil a ser Beethoven. Ejecutante y director. Oídos sordos a las críticas, a las palabras soeces, a los desvíos de atención. De termómetro a termostato para cambiar la temperatura con un chasquido de dedos. Jugar hoy con LeBron es jugar siete contra cinco.

LeBron James no es Michael Jordan. No es Magic Johnson. Y definitivamente no es Hakeem Olajuwon. El error básico está en la comparación, en querer encontrar conclusiones sobre imposibles. Diferentes épocas, diferentes jugadores. LeBron es una mezcla de todos los anteriores, con errores y virtudes. El libreto nació en sus manos para reescribirse y es así como ingresa en la galería de grandes. De grandes de verdad. Se dice que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos, y esta es la prueba cabal de esto. Lo que está claro es que quien tiene que llegar, tarde o temprano, llega. Este campeonato nada tiene que ver con los anteriores: le permite a LeBron encarar lo que viene sin mochilas de ladrillos a sus espaldas. ¿Ustedes acaso toman conciencia de lo que eso significa?

LeBron lideró en las Finales 2016 todos los rubros -puntos, rebotes, asistencias, robos y bloqueos- respecto al resto de los jugadores de la serie. Es el primer jugador en la historia del básquetbol en conquistar algo así. 208 puntos, 79 rebotes, 62 asistencias, 18 robos y 16 tapas. No contamos aquí la venta de popcorn, las entradas expendidas, las camisetas vendidas en el store, los autos estacionados en el parking...

En los últimos tres partidos de las Finales, James anotó o asistió en 57% de los puntos de los Cavaliers (45% del Juego 1-4). Tuvo en Kyrie Irving a su ladero perfecto, quien supo clavar dagas precisas en los momentos más calientes de la eliminatoria y quizás haya sido él la gran diferencia respecto a las Finales pasadas. Pero fue LeBron quien impulsó a todos a más, quien abrió el camino para transformarlos en jugadores relevantes para un título. Tristan Thompson, J.R. Smith, Richard Jefferson, Kevin Love, Mo Williams y, por qué no, Tyronn Lue, deberían saber que muchos de los dólares que recibirán este año tendrán el sello invisible de LeBron en sus entrañas. El único equipo que logró girar un 1-3 adverso en la historia de definiciones.

Podríamos detenernos en muchos números elocuentes, en estadísticas que nos dejarían deslumbrados. Pero eso nos impediría ver la gran historia que duerme en este anillo de los Cavaliers, franquicia que consiguió su primer título en 46 años de historia y la primera gran alegría en un deporte profesional de relevancia para la ciudad de Cleveland desde el 27 de diciembre de 1964, cuando los Browns derrotaron a los Colts para conseguir el campeonato de NFL.

LeBron James deja correr las lágrimas, que dibujan ríos de alegría sobre su rostro. Esboza un grito de furia atragantado por años y se arroja al suelo ante la atenta mirada del planeta tierra. El lenguaje corporal lo dice todo: el humano y la súperestrella se exhiben al mundo sin reparos. James besa el parquet y en los labios imprime una caricia suave para los habitantes de Cleveland, los que lo acompañaron y los que lo cuestionaron por años. Pero no es sólo eso: también es un beso de despedida con él mismo, con su otro yo. La muerte del Rey oscuro da lugar al nacimiento del nuevo linaje. El juego de tronos empezó, continuó y terminará con él mismo.

La redención, entonces, es un hecho. Y lo mejor, en estas tierras bendecidas por su toque, está por venir.