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Bruno Altieri 8y

Los tipos duros no bailan

Tim Duncan enlaza una mano con la otra y descansa su vista en el piso. Se revuelve en la silla, que no logra cubrir ni la mitad de su espalda. El vestuario de los Spurs es un ovillo atado por cables de cámaras de video. Los periodistas se agolpan entre sí y a los gritos cortan las vías de escape de los jugadores con micrófonos, brazos y piernas. Duncan no contesta porque parece no escuchar: se lo nota incómodo, abstraído en pensamientos de índole superior. Está cansado de esto y jamás ha disfrutado de lo que rodea al básquetbol. Lo comprende, lo estudia y lo procesa, pero no lo acepta. Ni lo aceptará.

Duncan, dice el marketing global, es aburrido. Y Duncan, lejos de querer huir a esa conclusión de los especialistas de turno, firma la confesión de partes al levantarse, esquivar las lentes y sumergirse en el sótano del vestuario. Estamos en las prósperas tierras de San Antonio y se juegan las Finales de la NBA 2014.

Hoy han pasado algo más de dos años de aquel momento y Duncan ha decidido dejar el juego. Es un día triste para mí y seguro también para todos los amantes del básquetbol que pretedemos ver algo más que lo que nos cuentan las marquesinas. Los tipos duros no bailan. Así ha sido la carrera del genio nacido en Islas Vírgenes: ganar, ganar y ganar. Sin sonrisas a la cámara, sin excentricidades para fortalecer el producto, sin guiños recurrentes al orden establecido.

Duncan no sólo ha sido el mejor ala-pivote que ha dado la historia del juego. También ha sido la leyenda menos pretenciosa del deporte mundial de todos los tiempos.

"Cuando nada parece ayudar, voy adonde el cantero y lo miro martillar su roca, tal vez unas cien veces sin que siquiera se note una grieta en ella. Sin embargo, al centésimo primer martilleo, ésta se partirá en dos y sé que no será debido al último golpe sino a todos los que vinieron antes" (Jacoob Riis)

El mensaje descansa en una de las paredes laterales del vestuario de Spurs. Se trata de la filosofía de San Antonio, un abrazo simbólico a la perseverancia, al esfuerzo y al sacrificio. Duncan fue, es y será ese hombre que golpea el martillo. El balón besando una y otra vez el tablero. Las piernas en 45 grados. La espalda utilizando la llave como soporte. El respeto hacia los compañeros, que no es otra cosa que el respeto desmedido hacia el juego. Sin él, esta franquicia hubiese sido un mercado menor olvidado dentro del mundo de la NBA y Gregg Popovich jamás hubiese podido gestar la cultura de básquetbol que trascendió continentes y épocas para romper definitivamente la barrera de tiempo y espacio hacia la eternidad.

El retiro de Duncan significa el adiós definitivo de la vieja escuela, aquella que tenía la fidelidad como moneda de ahorro y no de cambio. TD pudo irse de San Antonio antes de todo pero prefirió quedarse para ir por la gloria máxima. Y lo logró. Cinco veces lo logró, en diecinueve temporadas. Sin excusas ni quejas. El Big Three de San Antonio fue una construcción de tiempo y trabajo, no una búsqueda de lealtades a partir de llamadas telefónicas y correos electrónicos.

Duncan ha construido su leyenda a partir del juego de pies, su habilidad para jugar de frente y espalda, su defensa y su capacidad rebotera. Pero lo mejor de él ha sido el mensaje que deja en su partida y lo convierte en un profeta del básquetbol: ningún jugador es mejor que todos juntos. Duncan fue el ancla que le permitió a Popovich realizar una reconstrucción invisible, al dar un paso atrás en el momento justo. El deporte, dijo Duncan con hechos, es una unión sinérgica de partes. Y no todos los triunfos, ni todas las derrotas, valen igual. Decir no muchas veces es más importante que decir sí.

En tiempos en lo que todo sucede a la velocidad de la luz, en la que se desea obtener rédito rápido haciendo poco, Duncan levanta la bandera de una generación escondida que enseña que la mesura paga. Que vale la pena escupir hasta la última gota de aliento, sin quedarse con nada guardado. Porque al final del camino, cuando se mire para atrás, serán los pequeños sacrificios diarios y las lealtadas oportunas las que escriban la gran historia. No importa lo que se dice sino lo que se hace; no se deben abandonar nunca los sueños antes de tiempo. Se puede brillar en silencio, dice Duncan, y contradice todo y a todos al volar alto con los pies en forma de raíces que abrazan la tierra. Como el hombre que golpea la roca una vez, dos veces, mil veces, Duncan cae, se recupera y se levanta. Pule la piedra con obsesión recurrente. Avanza. Carga un físico cansado, golpeado, dolorido, pero avanza. Va, porque necesita hacerlo. Porque debe hacerlo. Y entonces llega el día en que todo encaja. En que sacrificio, pasión y juego se unen conformando un sentimiento único.

Duncan se despide del básquetbol como él quiso: sin grandes celebraciones ni aplausos, pero con la sabiduría de los que trascienden en el silencio. De los que logran derrotar al orden establecido, de los que consiguen las cosas sin tener que dejar valores arriba de una mesa colmada de sacos y corbatas. Será como deba ser o no será nada. Como aquella tarde en el vestuario de Spurs, Duncan enlaza una mano con la otra, descansa su mirada en el piso. Y tras unos segundos, sonríe. Todo, absolutamente todo, valió la pena. 

Los tipos duros no bailan. 

Hasta siempre, querido e inolvidable Tim Duncan.

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