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Algo que quizá no sabías de Hines Ward

La madre de Ward se marchó de Corea cuando su hijo tenía un año Getty Images

Probablemente todos conozcan lo que he logrado en la NFL. Pero lo que tal vez no conozcan de mí, es lo que me costó lograrlo.

Me costó, básicamente, el doble que a los demás jugadores. Toda mi vida fue así, pero yo siempre estuve dispuesto a trabajar... bueno, el doble que los demás.

En Corea, donde nací, existe el concepto de la "sangre pura". Un concepto tan oscuro como ancestral, que surgió como reacción a siglos de invasión china, mongola y japonesa. Esa aversión a mezclarse con los conquistadores resultó en que hoy, si no eres 100 por ciento coreano, tu vida puede resultar un infierno, en la tierra conocida como "El Reino Ermitaño".

En los Estados Unidos, un pueblo supuestamente más abierto, también existe un rechazo a lo distinto. Yo lo sufrí en carne propia. Hijo de madre coreana y padre afroamericano, nunca encontré mi identidad en esta sociedad. En la escuela, los afroamericanos no querían estar conmigo, porque era coreano. Los coreanos no querían estar conmigo, porque era afroamericano. Los blancos no querían estar conmigo, porque era coreano y afroamericano.

Lo mismo sucede en mi país natal. Algunos años atrás me reuní con un grupo de chicos que sufrían la desgracia de vivir en Corea, sin ser de pura sangre coreana. Uno de ellos cayó en depresión por las burlas en la escuela y pensó en suicidarse. Otro caminaba varios kilómetros hasta el colegio, todos los días, para evitar que lo molestaran en el autobús. Una niña padecía dolores de cabeza, como consecuencia de atarse el pelo lo más tirante posible, para disimular los rizos que había heredado de su padre afroamericano.

Mi madre fue objeto de discriminación en Corea, por casarse con un extranjero. Para escapar del martirio, y evitarme a mí una vida de espinas por ser sólo 50 por ciento coreano, dejó que mi padre, un soldado estadounidense, nos mudara a Atlanta cuando yo tenía un año de edad.

Meses después se divorciaron, y mi padre me envió a vivir con mi abuela paterna a otra ciudad, con el argumento de que mi madre no podría criarme, porque no hablaba inglés.

Durante los siguientes años, mi madre se dedicó a aprender el idioma, y llegó a trabajar en tres empleos al mismo tiempo, para poder rentar un apartamento y comprar un coche con el cual ir a visitarme.

Me recuperó cuando yo tenía siete años.

Pero yo no era consciente de sus esfuerzos. Sólo escuchaba las burlas de mis compañeros, y me avergonzaba de mi madre coreana. Las pocas veces que me llevaba al colegio en auto, yo me metía debajo del asiento para que no me vieran llegar con ella. Luego bajaba a escondidas y me alejaba. Trataba de no mirar hacia atrás. Cuando lo hacía, la veía llorando.

Estaba confundido. Perdido. Odiaba a mi padre, a quien siempre enviaban a servir al país a otros lugares del planeta, y a quien a lo largo de mi vida nunca he visto más de una vez al año. Odiaba a mi madre, porque no podía ayudarme con las tareas de la escuela. Sentía vergüenza de ella, y sentía vergüenza de sentir vergüenza de ella.

Detestaba los ornamentos coreanos de nuestro apartamento. ¿Por qué no podía tener imágenes de vaqueros y superhéroes en mi habitación, como los otros chicos? Ellos se ponían los dedos en las sienes, para deformarse los ojos y reírse de mí. Me llamaban "Blackie Chan" o "Bruce Leroy".

Finalmente encontré mi refugio. Mi salvación. Mi amparo. El lugar donde no generaba bromas, sino admiración.

El deporte.

Béisbol, fútbol americano... a fin de año era votado el mejor atleta de cualquier equipo en el que me enrolaba.

A mi madre no le gustaba el camino que yo estaba tomando. Para ella, esas actividades no eran algo serio. No eran más que juegos, y jugar es lo que hacen los niños, no los hombres.

Se congració con el deporte cuando me ofrecieron ir a la universidad sin tener que pagar.

Elegí la Universidad de Georgia, para permanecer lo más cerca posible de mi madre.

Ella me ayudó a calmar mi enojo con los entrenadores, quienes me negaban la posibilidad de desarrollarme en una posición, al utilizarme como mariscal, corredor y receptor abierto. Me decían que era el atleta más completo del equipo, el jugador más versátil, y que por lo tanto me querían como póliza de seguro en las tres posiciones. Yo era quien salvaba al equipo si se lesionaba un mariscal, un corredor o un receptor abierto. Eso significaba que yo no podía lesionarme. Los demás podían darse ese lujo, pero yo no. Y en consecuencia, para que no me lesionara, los entrenadores no me dejaban ingresar al campo si los demás estaban sanos.

A punto estuve de solicitar que me transfirieran a otra universidad, pero mi madre me hizo entrar en razón.

"Jamás te van a regalar algo, ni en esta escuela ni en cualquier otra", me dijo. "Nada te será dado. Tendrás que ganártelo. Tendrás que trabajar el doble que tus compañeros".

En mi primera campaña colegial rompí varios récords de pasador de los Bulldogs en un tazón, al completar 31 de 59 pases para 413 yardas en el Peach Bowl. Para la temporada siguiente hubo un cambio de entrenador en jefe. Cortaron a Ray Goff y llegó Jim Donnan, quien me permitió establecerme como receptor abierto, aunque me siguió dando tareas de corredor. En 1996 sumé 52 recepciones y 26 acarreos. En el '97 atrapé 55 pases, y entonces llegó el draft de 1998...

Otro golpe. Otra decepción.

Aunque los analistas me consideraban material de primera ronda, y decían que en el peor de los casos me iría al principio de la segunda, tuve que esperar a la tercera.

Llegar a la NFL fue increíble. Llegar a Pittsburgh fue indescriptible. Recuerdo la primera vez que me crucé con Jerome Bettis... Me escondí en una esquina del vestidor, llamé a un amigo por teléfono y le dije: "Acabo de ver al Autobús".

Pero haber sido elegido tarde en el draft era un problema. Catorce receptores abiertos se habían ido antes que yo, cuando los Steelers me reclutaron con la selección Nº 92 global. Difícilmente un equipo iba a darle oportunidad de ser titular a un WR de tercera ronda, y en Pittsburgh no me la dieron. Me enviaron a equipos especiales. Decían que no lucía como un típico receptor abierto de la NFL.

Entonces trabajé. El doble de lo normal. Dejé el pellejo en equipos especiales, y aproveché al máximo las pocas veces que me permitieron alinear a la ofensiva. Arriesgué mis huesos en cada recepción, en cada bloqueo. Al final de la temporada creí que había hecho méritos suficientes para ser titular al año siguiente. Pero rápidamente me quitaron la ilusión: en la primera ronda del draft de 1999, los Steelers tomaron a Troy Edwards, receptor abierto de Louisiana Tech.

Continué mi lucha, pese a todo, y logré iniciar 14 de los 16 partidos del '99. Lideré al equipo en recepciones y pensé que tenía el puesto asegurado. Estaba equivocado, otra vez. En la primera ronda del draft del 2000, los Steelers tomaron a Plaxico Burress, receptor abierto de Michigan State.

Yo estaba furioso. Parecía que cuanto más me esforzaba por ganarme un lugar, más competencia me traían. Nuevamente acudí a mi madre, y ella me aconsejó canalizar esa furia, darle un curso positivo a esa rabia. Seguí su recomendación, y descargué mi bronca contra los oponentes. Me convertí en un bloqueador temible.

En un deporte en el que los receptores abiertos son quienes se llevan la peor parte de los golpes, yo me transformé en un caso atípico: "Psycho" Ward, un receptor abierto que aterrorizaba a los defensivos.

En el 2001 rompí la marca de recepciones en una temporada en la historia de la franquicia, con 94, y llegué a mi primer Pro Bowl. Pero todavía no ganaba credibilidad. La gente decía que mis números estaban inflados por la atención que comandaba Plax.

Mientras tanto, los mariscales seguían cambiando en Pittsburgh, y aún así mis números seguían creciendo. En el '99 tuvimos a Kordell Stewart y a Mike Tomczak como titulares. En el 2000, a Stewart y a Kent Graham. En el 2001, sólo a Stewart. En el 2002, Stewart inició apenas cinco juegos. El titular en los otros 11 fue Tommy Maddox. Y yo superé mi récord del año anterior, con 112 recepciones. Regresé al Pro Bowl, algo que volví a hacer en los siguientes dos años.

Burress se marchó a New York en el 2005, y esa temporada ganamos el Super Bowl. Atrapé 5 pases para 123 yardas y un touchdown en la victoria por el título ante los Seahawks, y fui elegido el Jugador Más Valioso del partido.

Por entonces había madurado y ya no sentía vergüenza de mi madre, sino orgullo y agradecimiento. Orgullo, porque ella también había trabajado el doble --o el triple-- que los demás, y un profundo y sincero agradecimiento, luego de todos los sacrificios que había realizado por su hijo.

Cuando era niño, lo recuerdo bien, le grité "estúpida" el día que nos cortaron la luz del apartamento. Ella se había equivocado al pagar el servicio, porque no había comprendido lo que decía la factura. Yo no entendía por qué tenía que ocuparme de esas cosas. Cosas lejanas para cualquier otro chico de mi edad.

Tampoco entendía por qué tenía que levantarme en soledad para ir a la escuela. Las otras madres despertaban a sus hijos y les preparaban el desayuno. La mía, a esa hora, estaba en uno de sus tres trabajos.

Años después, cuando por fin entendí, quise decírselo. Quise disculparme por haberla insultado, quise pedirle perdón por haberla hecho llorar, quise contarle lo arrepentido que estaba por... Ella tapó mi boca con su mano. "Lo sé", me dijo. "Una madre siempre sabe".