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El rinconcito de la Boltmanía

Una esquina del este de la ciudad con una inscripción particular:" London can Bolt" ESPNdeportes.com

LONDRES -- No existe otra figura extranjera en estos Juegos de Londres que despierte en la gente la locura que logra Usain Bolt. Asiduos fanáticos de sus héroes locales, los británicos tienen con él una historia de amor unilateral y llamativa: les gusta que corra bien y les gane a todos.

El único foráneo que quizá pueda discutirle el nivel de idolatría es Roger Federer. Un escalón y medio más abajo, aparece Michael Phelps. Pero la ovación exaltada que surgió en el estadio olímpico apenas el jamaiquino se presentó para ganar al trote su primera serie de 100 metros llanos resultó comparable a la que se produce cuando hay una medalla de los atletas propios.

Para colmo, Bolt conoce el negocio, entiende lo que provoca su imagen y tiene el carisma propio de los protagonistas televisivos. La primera vez que lo enfocó la cámara, ejecutó un movimiento elástico como si peinara su calva, tapándose la cara y enloqueciendo a los ya hiperparcializados fanáticos que admiran sus poses estudiadas, entre ellas su marca registrada de victoria apuntando al cielo...

En la ciudad, también hay un pequeño rincón que replica esa idolatría. Se trata de una esquina montada con bastante gracia en el tradicional Brick Lane, una calle interesante del este de Londres donde hay restaurantes indios, un mercado y algunas galerías de arte. Allí, en una pared de ladrillo, hay una pintada que replica en colores la pose del genio corredor imitada por otros bajo la leyenda "London can Bolt", algo así como "London puede Boltear", si se permite la licencia.

Allí mismo se puede ingresar a un pequeño patio montado por el sponsor del jamaiquino, el Puma Yard, donde además de algunos puestos de venta de comida y la sala de conferencias donde Usain enfrentó por primera vez a la pensa olímpica, aparece una pista de 100 metros con cronómetros y sensores de velocidad. Es una recta, y sólo tiene tres carriles, pero igualmente resulta bastante intimidatoria.

La idea es que el paseante tenga la oportunidad de medir su propia capacidad en la prueba madre de los Juegos Olímpicos. Muchos lo intentan, un poco en serio y un poco en chiste, entre risas y tiempos que superan largamente los diez segundos. Otros evitan la actividad por temor al ridículo.

Todos, los que prueban y los que no, llegan allí por amor a un único hombre: el que dentro de pocas horas deberá revalidar ante el mundo que es, efectivamente, el más rápido del planeta.