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La eternidad de Camacho

En el deporte, vivir o morir es parte del juego. La vida de los atletas se transforma cuando se convierten en tales y desde entonces nada será igual para siempre. Ni siquiera después del último hálito de existencia. El adiós a Héctor Macho Camacho tiene mucho de eso, por ello una vez más nos obligamos a preguntarnos, cómo reaccionar ante el acto final de la tragedia: ¿Lamentamos su muerte o festejamos su vida? Las dos caben en el responso final y tal vez, tendría cabida un acto más en su obra existencial: la vida que no vivirá.

Sí, ese legado que deja todo guerrero del ring, sin importar el tamaño de sus conquistas. Esa otra historia que comienzan a escribir quienes le conocieron que le acompañaron, fueron sus amigos, su familia, sus rivales o simplemente esa comunidad de fieles seguidores de un deporte tan injusto como glorioso.

Un deporte donde cada campeón guarda en su legajo varios nacimientos. La cuna, el gimnasio, el primer combate, la primera victoria, el primer título, la primera derrota, el primer día después de la última batalla y el primer día después de su muerte.

Porque los campeones son capaces de construir una vida inmortal el mismo día en que eligen luchar por las metas más lejanas: los títulos y el amor de la gente. Camacho por encima de sus errores, logró muchos aciertos y ganar el corazón de sus fanáticos fue uno de los más importantes.

Él consiguió conmover a aquellos que disfrutan de este deporte con el alma y les advierto que no cualquiera reúne los requisitos adecuados para conseguir esa proeza. Más de ochenta peleas sin ser noqueado en 28 años de carrera o enfrascarse en épicas batallas con apellidos de leyenda como Durán, Leonard, Chávez, De la Hoya, Rosario, Trinidad o Pazienza, hablan por sí solas de este coleccionista de emociones.

Ganar, perder, volver, ganar, perder, volver y mantener la frescura de la primera vez. Equivocarse y regresar al punto de partida con las mismas ganas o subir a un cuadrilátero sin los años ni el vigor del muchacho, pero abandonar ese cuadrilátero con la mirada en alto y la certeza de que ser vencido no es caer derrotado, fue la foto de su vida. Porque el boxeo también es orgullo muy por encima de los resultados.

Ese boxeo que es diferente hasta en la muerte de sus mayores figuras y tan injusto, a veces, que ni siquiera los deja morir. Los grandes guerreros al marchar se transforman hasta en espacio de reflexión y de preguntas. ¿Qué dejaron al partir? ¿Cuánto dieron a la historia del boxeo? ¿Cuántos legados construyeron o cuanto de Camacho habrá en la consciencia de las nuevas generaciones de luchadores?

Jamás aprenderé, en mis crónicas, a despedirme de los campeones. Lo confieso. No consigo imaginar que cuando el féretro se hunda en la tierra todo acabará para siempre.

En esos momentos imagino un ring en el cielo donde todo va a comenzar de nuevo. Y tal vez, por una esquina de un gimnasio entre las nubes, lo vean llegar con su ropa estrafalaria, los enormes espejuelos, las cadenas de oro, ensayando un paso de merengue, alisando el mechón de cabello rebelde en el medio de su frente o golpeando a un rival inexistente en el medio de la nada. Y no faltarán los aplausos o los abucheos y hasta un ángel se bajará de sus alas para soltar un grito de guerra: ¡Acaba con él Camacho!

Que nadie lo dude, Camacho pertenece a una raza de campeones. Una raza que podemos cuestionar, amar, odiar o venerar, pero la cual jamás nos dejará indiferentes. Ese Olimpo reducido, al cual pocos privilegiados pueden ingresar y hay una ley obligatoria para todos: está prohibido morir.

Ese Olimpo les permite a sus miembros la vida más allá de la muerte. Por eso yo no despido al Macho Camacho, solo le doy la bienvenida a su otra vida, a su nuevo nacimiento, al comienzo de su leyenda, a la eternidad de los campeones.