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Sí: hay un daño supremo de Armstrong

Con la confesón de Lance Armstrong, el legado del ex ciclista queda en tela de juicio Jamie Squire/Getty Images

LOS ÁNGELES -- "El hombre es el único animal que instala una trampa, le pone una carnada y luego mete la pata en ella", aseguraba el escritor californiano y Premio Nobel, John Steinbeck.

La pata de palo de la mentira se ha roto en el tema Lance Armstrong. Y se fue de bruces.

La verdad sale del calabozo no para redimir al carcelero, sino para darle una paz que no merece por la zozobra que deja en los demás.

Cuando las embestidas arreciaban sobre Lance Armstrong, prevalecía un acto de fe. O tal vez, más puntualmente, un acto de negación.

Había un sopor o una conciencia colectiva por creer que el tsunami bestial de arremetidas contra Armstrong sería, al final, el preámbulo miserable e histérico para la asunción en el horizonte de un arco iris floreciente de verdad.

Lance Armstrong era para la humanidad el probo Ivanhoe, el adalid cuya armadura le permeaba de plagas, ataques y tempestades. El ex ciclista pasaba a ser un ícono de esperanza en un mundo de competencia descarnada y encarnizada, dónde el cómo era menos importante que el cuándo.

Era, Armstrong, el Quijote que sometía esos molinos con luces neón de maquiavélica profesa: que el fin justifique los medios.

¿Hay, en la historia del deporte, un colapso mayor de un coloso, o en término ciclistas, de un titán del deporte?

En el caso de beisbolistas, el amparo del cinismo y el perjurio, fue casi una coartada de la infamia, pero se toleró como un recurso.

¿Diego Armando Maradona? Era una adicción, una enfermedad. A sabiendas de que al final la cocaína no era un detonante de su gran calidad, y al final se convirtió en el mismísimo demonio que le impidió ser más grande que la lúgubre sombra de su pecado mayúsculo.

¿Florence Griffith Joyner? Flo-Jo sedujo a una generación con esa sensual, salvaje, felina, amazónica y exquisita figura, que dominó las pistas olímpicas. Su muerte fue un misterio. Los desechos tóxicos de los rumores trataron de flagelar su gloria.

Sin duda, la debacle de Lance Armstrong es una herida eterna para el deporte.

Armstrong encarnaba, fascinantemente, el milagro del ser humano.

Lo colocaba en un atrio, de cara al altar, tras ser vanagloriado como el ciclista perfecto, que encima había vencido al depredador más temido por la humanidad: el cáncer.

El ex ciclista se convertía en el epítome estadounidense de las épicas griegas. Encima, le colgó a la humanidad un brazalete amarillo en sus muñecas izquierdas y dedicó, con el presunto ejemplo, presuntamente inmaculado, a difundir un sermón universal de ayuda y filantropía.

De California a Calcuta, operaban milagros. Parecía. Pero...

El cargo mayor contra Lance Armstrong va más allá del uso de sustancias, de la mentira, del engaño, de la fechoría. El cargo mayor es robarle a la humanidad la esperanza de que seres como él existían también en un mundo de emboscadas como el deporte profesional.

Parecía ser la encarnación de esa figura retórica, la de "ser una ave que cruza el pantano sin mancharse las alas".

Al final: Lance perfeccionó la trampa en el laberinto de las trampas imperfectas.

Hasta que los tramposos sin escrúpulos lo entramparon a él, un tramposo, pero al menos con un vestigio de escrúpulos.

Lo cierto es que hay una metáfora colateral: cada pulsera amarilla de LiveStrong es un símbolo. Es decir, ya no se trata de ser como fue Lance Armstrong, sino de ser, como cada uno creía que era Lance Armstrong.

Por eso insisto: él hurtó la luz suprema de la humanidad: la esperanza, pero no la llama suprema de la humanidad: la fe.