<
>

Profanar Maracaná depende del ermitaño

RÍO DE JANEIRO, Brasil -- La frase es una proclama genuina: Todos juntos somos mejores que cualquiera. Pero, a veces, esa retórica tiembla. Duda. Se escalofría.

La Final de la Copa del Mundo Brasil 2014 es uno de esos casos extraordinarios.

¿Podrá uno más que once? ¿Podrán once más que uno? ¿Podrán once leones probados y cebados más que un Leo?

La Final se define así, se resume así, se compila así: Messi contra 11 alemanes. Pero, también, irónicamente, contra Messi mismo.

Porque ante Bélgica y Holanda, Messi no jugó a favor de nadie: ni de Argentina ni de Messi mismo. Jugó como capitán sin rumbo en la oncena del desencanto y el extravío. Donde ha militado en un año sabático.

Oficialmente es Argentina contra Alemania. Pero la albiceleste balbucea como grupo, y a veces la salvan la colosal irrupción de sus próceres de 90 minutos de vida... o más, como ocurrió con Mascherano y Romero ante los Oranje.

Pero esta guerra ya no pueden pelearla diez y las circunstancias. Esta batalla final de los finales no pueden librarla diez y los imponderables. Esta madre de todas las guerras ya no pueden confrontarla diez y la eventualidad de un milagro.

En este Juicio Final los diez gladiadores no pueden ser echados al abandono y al Circo Romano, ante esos que hacen del futbol una extensión de su destino: un Apocalipsis donde se mata o se muere, como viven los depredadores alemanas.

Esta vez los argentinos necesitan del que tiene un año viviendo en el ostracismo inexplicable. Ya no bastan sus limosnas de los cuatro primeros juegos para rescatar el templo albiceleste.

Lionel Messi, el ermitaño, debe volver de su autodestierro. Esa autosegregación tiene fecha de vencimiento: este domingo, y como una complicidad exacerbada del destino, lo cita en el Maracaná, en el territorio vedado.

La profanación del Maracaná, derribar los Muros del Jericó brasileño, esta vez bajo la potestad de los alemanes, sólo puede consumarla el ermitaño, el anacoreta, volviendo del autoconfinamiento al que Messi decidió irse un día envuelto con su magia y el incienso.

Porque enfrente sobra lo que Argentina no tiene: futbol de conjunto, variantes, generales que se visten de soldados y soldados rasos que irrumpen como generales. Una escuela de futbol y una escuela de vida.

Pero coinciden en algo: son dos equipos hambrientos de inmortalidad y nutridos de las gestas inmediatas.

1.- Alemania ha puesto siete cicatrices en la piel brasileña que no borrará ni el fin de los días. Será un tatuaje de miseria en el rostro deforme de por vida del balompié brasileño. Al mirarse al espejo, el 7-1 le hará bajar la mirada.

2.- Argentina superó a la soberbia Holanda que se desgastó en maniatar y en ponerle grilletes a un solo jugador, desestimando a los demás. En las correrías de uno, de Messi, el reloj lo mandó al manchón de las sentencias. Y Chiquito Romero se agigantó.

Los alemanes saben que pueden vencer a cualquiera. A todos, pero, tal vez, menos a uno.

Los argentinos ya saben que pueden vencer a cualquiera, pero esta vez, esos todos, esos diez y sus relevos, necesitan del uno, del ermitaño, del autodesterrado.

Ya no pueden los argentinos, como ante Bélgica y Holanda, vivir al filo de los proezas, y en la frontera de los milagros en esa lucha desigual en número. Necesitan ser once contra once. Y en el caso de un Messi pleno, son, y será siempre, 12 contra 11.

Y es una verdad absoluta, si es que hay alguna: Messi puede ser mejor que todos, pero, de momento, este domingo, aún necesita salir de su cápsula de ostracismo, de su autoexilio, para confirmar que sí, que es el mejor de todos, que es mejor que todos, y que es el mejor con todos esos apóstoles que han llevado a Argentina a esta posición inesperada de dejar en ruinas el misticismo que parecía inquebrantable de la fortaleza del Maracaná, incluso sin el vigía permanente de por medio.

De hecho, ya ha violado y violentado los cerrojos de gloria de Brasil, al plantarse en la Final ante Alemania.

Pero, para la otra parte de la proeza, la otra fracción de la hazaña, la más importante, necesita que el sibarita abandone sus desiertos, y de esa manera, cometer la osadía suprema del futbol: poner a ondear vigorosa la bandera argentina, como el Caballo que irrumpe en el Troya de Brasil, en el Maracaná, en ese Castillo Negro, donde en 1950 ya lo hizo Uruguay.