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Cuauhtémoc Blanco: rodillas ancianas, genes adolescentes

LOS ÁNGELES -- El problema es que la ancianidad deportiva de Cuauhtémoc Blanco está en sus piernas. La bendición de Cuauhtémoc Blanco es que su juventud, su adolescencia, permanece en sus genes. Y las extremidades son súbditos reticentes, a regañadientes, de sus sesos.

Y entonces, hay un divorcio fascinantemente torvo entre lo que su organismo le dicta y lo que su mente elige. Y entre lo que el sentido común le ordena, y lo que confabula la rebeldía que le acompaña desde sus escarceos americanistas, cuando masticaba papel periódico para que Leo Beenhakker no se diera cuenta que llegaba en esa transición penosa de vigilia entre la borrachera y la cruda, tambaleándose, a El Nido de Coapa.

Este martes, Cuauhtémoc Blanco desafió a la tan cacareadamente maravillosa armada colombiana que mandó El Turco Mohamed contra el Puebla. Y le pasó por encima.

Fue, de nuevo el show del 'Jorobado de Nuestra Señora de Tlaltilco', y la nostalgia es una maldita arpía que atiborra las memorias. Porque las piernas se sometieron, se rindieron, obedecieron ciegamente, y la fascinación se prolongó 90 minutos, porque ese tipo que en los anales de la lógica, vive la decrepitud futbolística, tiene más gasolina que los perfumados jovencitos de copete perfecto, que tanto critica El Tuca Ferretti.

Y tiró túneles. E hizo amagues lascivos, ante los cuales el rival no sabía si responderle, reírse o perseguir la pelota. Y se pitorreó de sus adversarios. Y metió pases de gol. Y cobró un penal con su sello.

Y si el código de barras existe para el estilo Panenka, debe registrarse otro para Cuauhtémoc Blanco. Porque, despatarrado, enfila de frente, con sus pies abiertos, contradiciendo la lógica motriz. Y ni él sabe con que pie le va a pegar, ni a dónde le va a pegar. Y si el asesino no sabe cómo ejecutará a la víctima, la víctima empieza a morir desde antes. Cuando llega a la pelota, el arquero es un conejo hipnotizado, idiotizado, por esa cadencia decadente de su carrera. La pelota termina en la red. El arquero no supo lo que pasó ni lo que ocurrió.

Y tiene su rutina. Porque el hijo predilecto de Tepito se tira clavados. Se desploma como si Camilo Zúñiga o Pepe le hubieran cercenado la médula espinal. E increpa al árbitro con el sello fruncido y apenas moviendo los labios. La mímica silenciosa es más aterradora que los gritos y gestos de mujer histéricamente frustrada un Viernes Negro, como los de Ferretti, Caixinha, Tomás Boy y demás coreógrafos rabiosos contra las decisiones arbitrales.

La frase se ha vuelto históricamente vigente. Javier Aguirre lo firmó y lo afirmó dirigiendo al Tri: "Con once cabrones como Cuauhtémoc Blanco, México sería campeón del mundo".

Lamentablemente sólo hay uno. México sólo ha dado uno. Y le han saltado imitadores como el Bofo Bautista, pero nunca rozaron siquiera esa magia, ese embeleso, ese carisma, ese personaje arrancado de la época del Cine de Oro mexicano, de una cinta de blanco y negro, rivalizando con las pantomimas perfectas de Negrete. Infante y Armendariz. Porque el Cuau ha sido más borracho, mujeriego, parrandero y jugador que todos ellos juntos.

Y con esa magia intenta salvar al Puebla. Por lo pronto ya lo tiene en la Final de la Copa MX. Y deberá enfrentar, en su adiós definitivo al futbol, a su rival máximo, al epítome de su odio deportivo, el Guadalajara.

La Final es el 21 de abril, y él debe retirarse el 18 de abril, para dedicarse a su carrera política con el Partido Social Demócrata.

Pero, como todo en la vida de Cuauhtémoc, disfruta violando normal, consumando lo prohibido, desafiando el sistema. Seguramente estará ahí, en la Final, anhelando sus 90 minutos y esperando incluso que aún en sus horas bajas, Jorge Vergara se atreva a apostar con él, y esta vez sí cumplir su palabra.