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Réquiem en México por el Pequeño Burgués

LOS ÁNGELES -- Fue objeto de veneración. Se sintió dios de su tribu. Y comenzó a cobrar tributos, como si en verdad lo fuera.

Empezó a vivir en una burbuja de ostentosa comodidad. Pequeños burgueses, diría Máximo Gorki (Alekséi Maksímovich Peshkov).

"Aprender un poquito de inglés y modales de superdotado", escribe Alberto Cortez en Instrucciones para ser un pequeño burgués.

Aprendió a cobrar más por lo que creía que valía, que por lo que en verdad valía. En una aldea donde sus jeroglíficos relataban gestas de fracasos, él cobraba como triunfador.

Y en ese escenario de derrotas recurrentes, de banderas rotas, alguna victoria por ahí, se convertía en la excepción que confirma la regla. La victoria era siempre ajena.

Convirtiendo su oficio en un hobby, en un entretenimiento, dejó de verlo como proyecto de vida. Fueron, en su mayoría, convirtiéndose en hombres serios solamente a la hora de cobrar.

El éxito, esa arpía que ataca a traición, como carroñera de sus propios desperdicios, terminó pervirtiéndolo. Las damas, el vino, las noches, primero que todo, antes que nada, y después de siempre.

Y el pequeño burgués se pensó propietario inmortal de ese feudo. Se pensó con la potestad a comodidad lúdica y eterna. Se convirtió en un experto en el ocio, con el hospicio y el auspicio de todos sus vicios.

Recibió avisos a tiempo. Su oficio, envidiado por millones de seres humanos, porque la paga excéntrica y los arrullos de la idolatría, se ofrecen a predestinados.

Nunca entendió la verdad de Fernando Vallejo en La Virgen de los Sicarios: "La fama es una estatua en la que se cagan las palomas".

Y hoy, estercolado aviario y todo, este espécimen en peligro de extinción, decepciona aún más. Reacciona de la forma más pusilánime: abnegación y resignación.

Terminó como filósofo contemplativo de su desgracia: un varón castrado, que elige la eutanasia antes que la reivindicación.

Le han usurpado sus derechos. Le han asaltado sus privilegios. Y como rémora, se agrega al cardumen que vive de los desechos de sus propios excesos. El canibalismo, incluso, es el bufete de la supervivencia.

Hoy es un extraño en su país, que ha sido posicionado y posesionado por extraños. Y termina convirtiéndose en una minoría, asumiendo, rendido, vencido, que la culpa es, en su totalidad, de otros.

Se rindió antes de pelear porque le educaron para la sumisión bajo el imperio del salario del miedo. El papel de víctima permite la conmiseración ajena, el indulto propio y la hipocresía de cruzarse de brazos.

Hoy aún cobra más que otros que no necesariamente son mejores que él en su oficio, pero que tienen el hambre intacta y las entrañas rugiendo intransigentes.

Las hormigas no tienen clemencia con desarmarle el paraíso a las cigarras, espécimen epítome de la holgazanería y el descuido.

El pequeño burgués siempre ha comido tres veces al día. Y en la jaula de oro en que vive, se le oxidan sus testículos de cobre.

Sí. El futbolista mexicano empieza a percibir que está en peligro de extinción. Y se cubre con los miedos propios e implora un milagro, sin hacer nada por que ocurra.

Arrastra sus culpas. Pecados generacionales. Rechazó unirse. Repudió la solidaridad. La conciencia gremial le quitaba tiempo para las travesías nocturnas.

El pequeño burgués, el futbolista mexicano, se pensó una isla intocable, e inaccesible. Hoy en lugar de buscar apoyo se repliega a proteger sus haberes. Bienes mal habidos.

Cierto, también cabe contemplarlo como damnificado. Pululan promotores voraces, directivos y entrenadores que firman bultos para hacer negocios clandestinos y fraudulentos.

Y con la FMF como alcahueta, la prostitución del futbolista se ejerce descaradamente, incluyendo fraudes fiscales, mientras la materia prima, el jugador mexicano, se convierte en un agregado coloquial, folklórico, autóctono... prescindible.

Réquiem pues por el Pequeño Burgués. Fue capaz de crear y criar a sus propios cuervos para que se tragaran sus propios ojos.