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La Leyenda del Intocable

Por Fernando Palomo

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Desde este escenario en Mendoza se vio nacer a la leyenda
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Nicolino Locche no fue ídolo por ser campeón, fue toda un mito
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Lo de Locche no era el boxeo tradicional, era una danza, aseguran quienes lo vieron pelear
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Sus charlas con los recurrentes ocupantes de las sillas de ring-side quedaron como leyendas.
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La gente iba al Luna Park a ver "al que juega y se divierte", a la leyenda de Nicolino.
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La gente iba al Luna Park a ver "al que juega y se divierte", a la leyenda de Nicolino.
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Solían encontrarse en Mendoza. Los campeones del mundo y el campeón del mundo. Los futbolistas de aquel Mundial del 78 y el boxeador. Para los de la pelota, una partidito como excusa. El objetivo era la reunión al final de la tarde. Kempes, Felman, Luque, otros más y el maestro. Aún no prendía en fuego el asado cuando la atención de los comensales pasaba del saludo cariñoso a los futbolistas que le dieron a la Argentina la primera de sus estrellas, para quedar pegada a la figura de Nicolino Locche. Una estrella con una luz interminable. Admirado hasta sus últimos días. Emblema de una escuela de boxeo única, incomparable, quizás irrepetible.

Nicolino Locche no fue ídolo por ser campeón. Además de ídolo, fue campeón. Y tampoco fue campeón por pegar más que el rival. Locche fue un boxeador, un mito. El periodista Ernesto Cherquis Bialo siguió a Locche en su época de gran apogeo, a finales de los sesenta y principios de los setenta: "No fue peleador. Fue artista. No fue batallador. Fue el arte de la defensa como espectáculo, por eso el público lo convirtió en ídolo".

Locche subía al cuadrilátero a disfrutar de uno de los deportes más violentos. A bailar con su inigualable cintura, a ponerle cara a los puños del rival solo para que el fallido golpe se sumara a la frustración acumulada por otra decena de puñetazos que apenas cacheteaban el aire. Locche boxeaba, pero no era un pegador. ¿Cómo explicarlo? Locche hizo del boxeo un arte. De un deporte brutal, un baile. De la defensa, un ataque.

En las cuerdas encontró un aliado. Un soporte que enmendaba su falta de entrenamiento. Fue más vicioso que boxeador, Locche fumó hasta sus últimos días. Consciente de su fortaleza boxística, se sinceró en explotarla. Así como fue sincero a su amor por la noche y los deslices. El único título mundial de su carrera lo ganó en Tokio, el 12 de diciembre de 1968. El hawaiano Takeshi Fuji, cansado de pegarle a la nada y, aunque lo tenía frente suyo, terminó agobiado de buscar a Nicolino. Su rincón tiró la toalla en el décimo asalto.

Lo de Locche no era el boxeo tradicional, era una danza. Era el espectáculo que le faltaba al monumental Luna Park. El escenario emblemático del boxeo argentino. Los sábados con Nicolino en el coloso de Corrientes y Bouchard fueron insignia de las mejores noches porteñas de los setenta. Locche era diversión. Sus charlas con los recurrentes ocupantes de las sillas de ring-side quedaron como leyendas. Charlaba antes y después, pero las charlas que aún recuerdan fueron durante sus combates. Apoyado contra esas amistosas cuerdas, sonriendo. A Jimmy Heair, con quien peleó en 1975, le espetó: "¿Qué te dijeron de mí que me tenés tanta bronca?". Esa noche Heair le hizo perder su primer y único diente a Nicolino. "Este me hizo trabajar" le contó Locche a la revista El Gráfico, "como si yo le hubiera hecho algo". La gente iba al Luna Park a ver "al que juega y se divierte". Para Nicolino "era más fácil eso, que pelear en serio".

Al mendocino lo fueron a ver los famosos de su época, pero el mayor elogio surgió de sus colegas quienes iban al Luna Park a ver a Nicolino esquivar a otros boxeadores. A ser testigos de la leyenda, del incomparable, del intocable. De las noches de Buenos Aires se ha escrito sin final. Pero las noches de sábado en el Luna, no eran de un "sábado más" como lo cantó Chico Novarro en su tango, eran las noches de Locche en el Luna Park.