Fútbol Americano
Alejandro Caravario 8y

La cresta de la ola

BUENOS AIRES -- Mucho se habla de la sequía de esta generación de brillantes futbolistas que conforma el plantel de la Selección.

Si se considera que entre sus filas está el mejor futbolista del mundo y que en los últimos dos años se perdieron otras tantas finales, la falta de títulos suena todavía más dolorosa.

Desde 1993, cuando los goles de Batistuta permitieron que Argentina conquistara la Copa América disputada en Ecuador, el equipo nacional mayor no se ha apoderado de ningún trofeo.

Aunque el prestigio de la camiseta celeste y blanca no decayó en su cotización, el público reclama –siempre reclama– una recompensa contante y sonante.

Ya no puede celebrar el logro de, por ejemplo, llegar a la final de un Mundial o de una Copa América. Como si fuera poca cosa. Hasta los propios jugadores lo entienden así. Y Mascherano, capitán de hecho, lo ha manifestado, uno cree que en nombre de todos. Hasta aquí llegamos entonces. No habrá otra chance para este clan consolidado con Martino como entrenador.

La diferencia a favor con respecto a otras oportunidades de alta demanda es que el equipo está en su esplendor. En la cresta de la ola. Maduro en cada una de sus funciones. Como una maquinaria indestructible y bella.

El partido ante Estados Unidos fue la mejor versión de la era Martino. Y habría que remontarse al pasado remoto para encontrar una prestación idéntica. Avasallante, redonda, sin fisuras. Con el mérito democráticamente repartido desde el arquero hasta el último atacante.

En la Copa América Centenario el equipo se consolidó hasta la perfección conforme avanzaban las etapas. Es decir: a mayor exigencia, mayor respuesta. Una gran noticia que habla de solvencia anímica y espesor de juego.

La Selección está en un momento irrepetible. Encontró en cada sector el hombre para el rol y logró ensamblar a todos. A veces es una coincidencia, un mérito del DT en el que la buena fortuna tiene su papel. Por caso, el mejor Banega –fundamental en la mitad de la cancha– se muestra en simultáneo al mejor Higuaín, a la mejor expresión de la defensa y a un Augusto Fernández como nunca lo habíamos visto.

Los supuestos actores de reparto alcanzaron un nivel superlativo. Esta excelencia mancomunada tiene como resultado la presión sistemática y la réplica corta y veloz –el argumento letal y distintivo del equipo– ejecutados con eficacia inédita. Todos los rivales de la presente copa pueden dar fe. En especial el último, Estados Unidos.

Hasta Messi, que sigue surgiendo para la asistencia impecable y el tiro libre matemático, parece jugar más suelto. Menos obligado a llevarse a los adversarios por delante. Encara, sí; pero se da el tiempo para retroceder, para enfatizar la posesión y ceder el protagonismo sin preocupaciones. Ya no está para hacer todo, sino para marcar las diferencias.

El viento de cola lo vuelve, curiosamente, más participativo. Menos epicentro y al mismo tiempo más comprometido. Es raro que navegue, como en otros tiempos, ajeno al partido, domeñando el fastidio por las expectativas frustradas.

Quizás como nunca en todos estos años, la ansiedad de la gente se corresponde con un equipo que luce, sin dudas, como el mejor de la competencia. Claro, hay que jugar la final y allí todo puede pasar. También lo imprevisto.

Fuera de estas contingencias, es lícito señalar que nunca Argentina atravesó un esplendor semejante a la hora de disputar instancias decisivas. Ahora es el momento.

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