Fútbol Americano
Alejandro Caravario 8y

Los separa un abismo

BUENOS AIRES -- Decir que River le jugó de igual a igual al Barcelona, como se escucha por ahí, es faltar a la verdad.

Se trata de un reconocimiento al equipo argentino, se entiende, pero resulta realmente complicado establecer algún tipo de paridad con esa sociedad de monstruos que le dan forma (artística) al Barça.

Sólo un puñado de clubes en el mundo pueden pensar en tramar un partido equilibrado con los catalanes. Los demás se atienen a la superioridad abrumadora y la sobrellevan con más o menos dignidad.

La disparidad entre River y los dirigidos por Luis Enrique arrojó un marcador previsible. Y un campeón del Mundial de Clubes también cantado. A punto tal que el plantel español, saciado de títulos (cinco durante este año que ya culmina), lo festejó reglamentariamente. Sin gran entusiasmo.

River pensó un partido razonable. De gran presión. Buscó cortar los recorridos del Barça para evitar un duelo monotemático. 4 Y si bien es cierto que quitarle la pelota a Barcelona es como quitarle la comida a un perro, River se las ingenió para incomodar a su rival. Para impedirle salir limpiamente y, en consecuencia, llegar armado a posiciones ofensivas.

Pero ahí se acababa el libreto de Gallardo. No por voluntad propia, sino por imposibilidad. La energía que se depositó en el ahogo (del que participaba hasta el último delantero), se le restó a la generación de juego.

River fue un equipo con anverso y sin reverso. Tras la recuperación, la pelota le quemaba. Partía a toda prisa con un envío largo, muchas veces azaroso.

Aquí se notó la noción de inferioridad con que River afrontó el juego. No se animó a la elaboración. Supo que la nafta no le daría para tanto. Se esperanzaba con un quite en posición de ataque y, desde allí, una jugada breve y contundente.

Nunca pasó. En noventa minutos, River hilvanó solo dos aproximaciones de peligro al arco de Bravo: un cabezazo de Alario y el zurdazo de Martínez en el palo. Y eso con el partido cocinado y el Barcelona relajado, seguro de su triunfo.

El plan posibilista de River duró hasta el gol de Messi (es esperable que Barcelona te haga un gol, lo que demuestra lo endeble del planteo).

Con el partido abierto, los catalanes empezaron a manejar la pelota a su antojo, como hacen siempre y ante cualquier adversario.

Los cambios de Gallardo exhibieron la intención de buscar el partido con un poco más de decisión. Pero, apenas iniciado el segundo tiempo, el segundo gol, que nació del error de un flojísimo Carlos Sánchez, desbarató cualquier empeño.

Desde entonces, el partido fue un soliloquio. El marcador pudo crecer, si Messi estaba un poco más fino y si Neymar no tuviera esa debilidad por las maniobras suntuarias, el fuego de artificio.

River hizo lo que pudo. Que haya llegado a la final con Barcelona es un mero capricho de la organización global del fútbol. Entre ambos, no hay punto de comparación.

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