Beisbol Experience
María Bustillos | ESPN The Magazine 7y

Pipo, la pelota y las lecciones de una vida de hace mucho tiempo

Cuando era una adolescente a finales de los años 40, según me cuenta mi tío Tito, costaba de 40 a 50 centavos el poder ir a un juego de pelota en el Gran Estadio de La Habana. Eso serían como $5 o $7 hoy en día. Le pregunto: "¿Cómo era? ¿Cuáles eran las golosinas? ¿Bebían cerveza?".

"Bueeeeeno", me dice. Tito es aún apuesto a sus 80 años, y como siempre, cada palabra que dice suena con cierta carga de picardía. "Mira... Cuando uno iba al estadio, siempre estabas ocupado. No es que uno se sentaba ahí a tomar una cerveza y comerse un perro caliente. Nada de eso. ¡Uno apostaba 25 centavos en cada jugada! Que, si este llega a primera, o..."

"¿Siempre apostaban?"

"Sí. Así, uno estaba metido en el juego. ¿Me entiendes?"

Esa es la actitud cubana con el béisbol. De una u otra forma, estamos metidos en el juego.

Conocí el béisbol en gran medida gracias al padre de Tito, mi abuelo Pipo, un aficionado de toda la vida que emigró a California procedente de La Habana en 1958. En una familia muy cercana, yo estaba particularmente enlazada a Pipo. Enviudó en 1970 a la edad de 71 años y luego fue cuidado (es que "malcriado" no sería completamente la palabra incorrecta) por una gran banda de familiares que lo amaban, incluyéndome. Sus hijos (Tito, mi mamá, Consuelo y su hermana, Carmen) recuerdan junto conmigo en una tarde reciente, mientras degustábamos comida china a domicilio en la casa de mi madre en Garden Grove.

En Cuba, al béisbol se le conoce como la pelota. El deporte es una institución que estrecha lazos entre familias y comunidades en Cuba. En lo más profundo, el béisbol en Cuba es un emblema de resistencia (y eventual liberación) contra los amos coloniales españoles, pero esa es otra historia distinta. Para mi familia, es uno de los nexos más fuertes y cálidos entre La Habana, el bello lugar que debieron abandonar, y un nuevo y extraño mundo. El béisbol ayudó a que California se sintiera como un hogar para ellos.

En dos ocasiones, Pipo escapó de situaciones políticas sumamente convulsas. Como adolescente, en Tenerife, España, en 1916, decidió no tomar partido en el conflicto con Marruecos, no se presentó al reclutamiento y se escapó a Cuba, donde eventualmente se estableció, de forma modesta, en el negocio cementero. Se enamoró de la hija menor de la persona que le hacía lavandería, mi futura abuela. Criaron su familia en el vecindario habanero de El Cerro, de clase trabajadora, a tres cuadras del lugar en el cual El Gran Estadio abrió sus puertas en 1946. A principios de los años 50, mi abuelo llegó a Los Ángeles para hacer un trabajo para el cual fue contratado en el Hotel Ambassador y se enamoró de California. Cuando Fidel Castro tomó el poder en 1959, toda nuestra familia ya había llegado a Long Beach. Sin embargo, no sabían que no volverían a la isla.

Para mí, el béisbol se encuentra íntimamente conectado con el hermoso sentimiento veraniego de estar segura y feliz, y la anticipación de saber que tomaría una sopa sumamente deliciosa para el almuerzo en la casa de mi abuelo. Los partidos que vi con él de joven ayudaron a formar mi idea de "estar quieta". Luego de una lucha, una carrera, uno ansía este pequeño espacio, esa bolsa de tela, con el corazón latiendo a toda velocidad. Y por un pequeño instante, nadie te puede tocar. Un sentimiento, una escena que imitaba en parques y en la escuela durante educación física, vistiendo un lindo uniformito azul con tu nombre cosido en letras blancas en el bolsillo del pecho. En la televisión, las manos del hermosamente vestido umpire se esparcen en aquél gesto inconfundible, tan lleno de drama y justicia. Tan lleno de vida. ¡Quieto!

Si bien debió escapar en dos ocasiones, Pipo tuvo la vida más admirable y exitosa de todas las personas que he conocido. Fue un hombre de clase trabajadora que disfrutó de una independencia casi absoluta hasta su pacífico fallecimiento a la edad de 87 años. Disfrutó de un matrimonio largo y feliz y una familia que lo amaba. Su casa fue pequeña pero suya, totalmente pagada, con un pequeño jardín en el cual cultivaba hermosas rosas, tomates y se la pasaba arreglando cosas, haciendo que las cosas crecieran, con sus amplias manos de trabajador. Había una despensa en la parte de atrás, fría y oscura, con olor a tierra y llena de artefactos misteriosos e implementos para la jardinería y la construcción. En frente, tenía un jardín que podaba solo, una pequeña cocina de la cual salían maravillas a diario. Su muy buen amigo, el señor Oyama, un poco más joven que él y también viudo, vivía al cruzar la calle. Lo visitaba para tomar un poco de whisky juntos, contando chistes, compartidos en un código incomprensible, producto de su compartir de décadas. (Pipo no hablaba japonés y el Sr. Oyama hablaba muy poco español. No obstante, ambos amaban el béisbol).

En la salita, dentro de un gabinete de madera en frente de una silla reclinable estratégicamente ubicada, estaba el televisor, con la principal misión de darnos las noticias de los Dodgers. Había un ritual para ver los partidos de béisbol: El volumen estaba a su mínima capacidad gracias a una perilla al frente de lo que la gente aún llamaba "el aparato". El estéreo del muro de enfrente tenía radio AM, y la voz de Vin Scully estaba a todo volumen durante el transcurso del encuentro. Debí tener como 20 años cuando entendí el por qué mi abuelo, que apenas hablaba inglés, era tan constante en esta práctica. Después entendí que muchos otros abuelos y padres tenían el mismo hábito, evitando la voz del narrador de televisión a favor del titán de la radio (quien se convirtió un día en titán de la televisión también). Algo en la voz de Vin Scully representaba todo lo divertido en el mundo, no sólo en el béisbol sino en el mundo en general. Todo lo quieto y seguro.

Cuando mi abuela Mimina estaba viva, teníamos muchas reuniones familiares grandes y tranquilas en su casa los fines de semana. Las mujeres chismorreaban en la cocina, preparando arroz con pollo o carne con papas o congrí, y los hombres en la sala veían el partido, jugaban dominó o discutían sobre política. Después, todos se reunían a comer, había música cubana y quizás algo de baile.

Cada día durante el verano, un camión de helados pintado con colores chillones pasaba por la casa de mi abuelo. No tocaba esas horribles melodías características de los camiones de helado. Más bien se dejaba oír una campana solitaria, casi en señal de duelo. El conductor (por muchos años fue el mismo hombre tranquilo y regordete) vendía helado de la más deliciosa calidad, bañado en chocolate sí así lo querías. Había una camioneta de mudanzas gris que pasaba una o dos veces por semana, una tienda móvil japonesa con productos sumamente exóticos a la venta, incluyendo mi favorito, el dulce de arroz acaramelado Botan, con una envoltura de papel de arroz tan delicada, el caramelo tan suave y cremoso.

Habían muchos japoneses en el vecindario de mi abuelo en West Long Beach. Recuerdo caminar por el esplendor de tantos jardines con pequeños árboles de ciprés en múltiples formas románticas, figuras hechas de piedra, incluso un pequeño puente rojo. Años después entendí que muchas de estas familias, incluyendo la del Sr. Oyama, se encontraban entre los 120.000 japoneses-estadounidenses sacados a la fuerza y separados de sus familias para ser internos durante la Segunda Guerra Mundial, mayormente en la primavera de 1942. La mayoría perdió sus propiedades como resultado, forzados a vender todo a precios ridículos en las horas que les quedaban antes de ser encarcelados.

En el funeral del Sr. Oyama, Tito dice haber aprendido muchas cosas que no conocíamos antes sobre él: El señor Oyama había sido profesor de judo, tocó la mandolina, fue pescador. Para nosotros, era alguien muy querido por Tito, una persona adorable, de cara y físico redondos, un gran bromista. (Una historia favorita de mi familia cuenta cómo el Sr. Oyama gritó "Hey, ¡Cuidado con mi culo!" cuando mi hermano casi se lo llevó mientras intentaba estacionar su auto). Pero el Sr. Oyama también fue una persona que debió experimentar lo que es el exilio. Yo era demasiado joven para entender cómo esta persona tan encantadora y jovial podría estar intentando superar algo así.

La lealtad de mi abuelo hacia los Dodgers no era sólo un tema de afinidad con su nuevo hogar. Los Dodgers tenían verdaderos lazos que los unían a La Habana. Los Dodgers de Brooklyn entrenaron tres veces en Cuba a finales de los años 40 y eran tratados como la realeza. Mi mama y tíos no podían recordar si Pipo los vio jugar en Cuba; había pasado mucho tiempo de ello. Sin embargo, Pipo disfrutaba ir a Los Ángeles para ver jugar a los Dodgers en los años 60 y 70. Tito y mi padre fallecido solían conseguir, con algo de suerte, boletos para buenos asientos en su trabajo. Mi papá fue barbero de varios deportistas profesionales, y Tito era vendedor y obrero en una fábrica local de latas. "Un tipo inglés, como que le agradó mi papá", me dice Tito. "Y me conseguía entradas. Tuvimos asientos detrás... bueno, no detrás, casi dentro del dugout, con los Dodgers". Se pone tan joven y animado cuando recuerda esto. "Garvey estaba en la caja de bateo y le decía, '¡Mira! ¡Mira! ¡Mira! '¡Seis! ¡Seis! ¡Galbi! ¡Galbi!". (A mí me interesaba particularmente el número seis, al igual que muchas de mis contemporáneas, como bien recuerdo. Steve Garvey era un espécimen muy apuesto).

Me tomó muchos años el poder entender los significados más profundos del béisbol, particularmente ya que se jugaba en Cuba, con sus marcos éticos de libertad, belleza y equidad. Esto alimentó los ideales de mi padre mucho más que la política o la religión. Pipo tomaba su tiempo, bien fuera escogiendo vegetales en el mercado, o rebanándolos en la cocina, o sintonizando el radio para ver el partido. Esto representaba para él cierta... No quiero decir sensación de gravedad, porque él era un hombre que se relajaba y disfrutaba la vida. Se trataba más de una forma de comportamiento que me indicaba que estas cosas eran importantes, y merecían paciencia y atención. ¿Esta sopa? Importante. También, esta jugada de béisbol. Cosas inofensivas y lindas, cosas placenteras, también cosas serias. Representaba, pero nunca explicaba, una forma de pensar, una forma de vida que es fundamental para mí ahora.

Podría decirse que la filosofía de mi abuelo se trataba fundamentalmente de tomar tiempo para apreciar y hacer las cosas, al igual que en el béisbol. Se piensa mucho y uno trata de entender hasta el menor detalle. En mi mente, Pipo fue (y aún es) de forma indeleble, un hombre justo en un mundo injusto. Estaría sentada en el sofá, saben, quizás tratando de aprender a tejer sin prestar mucha atención al partido. Sin embargo, no creo que, en ningún otro momento de mi vida, estaba tan a paz conmigo misma como estaba en aquél entonces.

Cuando Pipo se agravó fuertemente, conseguimos una cuidadora que fue a atenderle, una adorable joven cercana a los 30 años de edad llamada Bianca. Tenía una sonrisa dulce y tímida, cabello negro y tupido y una piel brillante. Pipo se enamoró de ella instantáneamente. Ella hacía las compras, limpiaba y cocinaba para él, pero si uno iba para allá, sería él quien estaría haciéndole el almuerzo, con ella sentada tranquilamente en la pequeña mesa de cocina amarilla de madera Formica, con su sonrisa radiante, como si compartieran una suerte de broma privada. ¿Cuánto dinero habría bastado para pagar ese regreso a la felicidad, ya en el ocaso de sus días? Bianca se sentaba y veía televisión, incluyendo béisbol, con él por horas y horas, sin duda. Ella no podía cumplir con las cosas para las cuales fue contratada, pero era insustituible para todas las demás.

Lo extraño tanto. Aún lo hago.

Cuando voy a casa a Long Beach, hay muchos lugares que aún sobreviven de mi niñez y adolescencia, y aún los visito de vez en cuando. La librería Acres of Books ya cerró, pero Hof's Hut en Bellflower sigue sirviendo "esas patatas", que son básicamente hash browns con pimienta y cebolla. Aún se puede ir al Queen Mary, el Art Theater, el museo y a Joe Jost's. Pero, para mi familia cubana, todos los lugares con sabor de hogar se perdieron para siempre al llegar a California. Cualquier recuerdo de su pasado debía aparecer en la forma de memorias, fotografías, hábitos, música. El béisbol, y las ideas que tiene intrínsecas. Las caras de Tito y mi madre se iluminan al hablar del Gran Estadio, en el cual la gran rivalidad era la de los dos grandes equipos de la ciudad, Almendares y La Habana. Azules Vs. Rojos. A mi mamá le solía gustar el Cienfuegos, me dice, un equipo regional de una legendariamente hermosa parte del país. De hecho, es la tierra de Yasiel Puig.

"Ese era el equipo de mi abuelo. Pero era algo sentimental... Mi corazón era de Almendares". Había grandes discusiones relativas al béisbol, me dice ella, cuando fue de gira como bailarina por toda Cuba. ¿Y había discusiones en el estadio? "Claro que sí", dicen al unísono. No había puños en la mayoría de las ocasiones, pero sí muchos gritos.

"Yo no peleaba", dice mi mamá, circunspecta. "Pero sí estaba muy molesta".

Para mí ha sido una verdadera fuente de solaz el recordar a mi abuelo últimamente, sobre todo porque, a pesar de haber vivido en condiciones muy peligrosas en lo político y económico, incluyendo dos Guerras Mundiales, haber podido después vivir tiempos pacíficos y prósperos, llegó a la vejez sin rencor ni amargura, con un sentido del humor intacto, cálido y dulce como el de un niño. En muchas ocasiones, debió haberle parecido que el mundo se iba a caer. ¿Cómo se debió haber sentido en 1916, 1940, en 1959? Sin embargo, conseguía seguir adelante con su vida. De alguna forma, todo le salía bien. Deseo que todos tengamos la suerte de Pipo. Deseo, como bien dice aquella vieja frase española a la hora del brindis: Salud, amor y pesetas, y tiempo para gozarlos.

Durante toda mi vida, Cuba me fue descrita como un lugar maravilloso que fue arruinado, lo cual fue la razón que me hizo no querer ir allá jamás. También va en contra de mis principios el visitar lugares turísticos en los cuales puedo disfrutar cosas que la gente que vive allí no puede. Cuando vi a Barack y Michelle Obama hacer la ola junto a los cubanos en las tribunas en un partido de béisbol en medio de su visita de 2016, pensé por primera vez que quizás desearía ir allá un día y hacer eso mismo, tratar de recuperar algo de mi padre allí. Recuperar una parte de la antigua vida de mi familia. En el video de la visita de los Obama, el principal jefe de operaciones del béisbol de Grandes Ligas Joe Torre dice: "Creo que si hay algo en lo cual ambos países están de acuerdo, por seguro, es en cuánto aman este deporte". A mi abuelo le habría encantado oír eso, lo sé. El béisbol es un refugio para la gente de buena voluntad, que les permite conectarse unos con otros en un mundo terrible, y eso es lo que siempre representará para mí.

Tito me cuenta una historia de un colega de su trabajo, el Señor Evans, quien nos visitaba de vez en cuando. "¿Te acuerdas de las manos de mi padre?", arranca. ¡Pues, claro! Los dedos de Pipo eran tan gruesos como salchichas. Al día de hoy, no he visto manos más fuertes; tomaría las mías, casi manos de muñeca, y reiría una y otra vez.

"Bueno, ¡el Sr. Evans era así también!", dice Tito. Un hombre de contextura fuerte, aparentemente... y aficionado a los Rojos de Cincinnati. "Llevaba al Sr. Evans a ver a mi padre, y se darían de la mano. Y mi padre le decía (con gruñidos y todo) 'Datchherrrrrr' ("Dodgers", pues).

"Y el Sr. Evans le respondía (también gruñendo) 'Cincinnattah'".

"Apretaban las manos aún más. ¡Y los dedos se ponían morados! No eran blancos, ni rojos. Morados. Seguirían diciéndose: 'Cincinnattah!' 'Datchherrrr!' Luego se daban palmadas en las espaldas".

"Era bien cómico", dijo mi mamá.

"Oh, él era una cosa seria", dice Tito. "Mi papá era una cosa seria".

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