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Dogmatismo catalán

BUENOS AIRES -- El partido entre Milan y Barcelona jugado en San Siro por la Champions League fue discreto. De fácil olvido, si no fuera por un detalle trascendente, que convierte el tedio de la noche milanesa (sin papas fritas) en un hecho histórico: los catalanes jugaron mal, decididamente mal. Como nunca.

No produjeron una acción de peligro, Xavi se equivocó en los pases, Iniesta nunca profundizó y a Messi se lo comieron sus marcadores. El toque obsesivo que suele preceder a la penetración mortífera se transformó en un entretenimiento insulso que reflejaba más impotencia que virtuosismo.

¿Que pasó? Enfrente hubo un equipo que amuralló su campo con dos lineas de gladiadores disciplinados en extremo, y sólo dejó al joven neopunk El Shaarawy (que aún no sabe evitar el offside) como solitario abanderado de un sueño imposible, el gol.

La táctica sólo servía para empatar, pero una carambola abrió el partido y el local se llevó un 2-0 inesperado. Recompensa excesiva, podría pensarse, para una conducta de un conservadurismo irreductible.
Pero si sirvió para desactivar una máquina perfecta como el Barcelona, el plan de los italianos, aunque aburrido hasta la exasperación, merece el elogio. Y hasta el asombro.

Tampoco es para ensayar títulos catástrofe como algún diario español. El Barcelona volverá a ganar y a dar su show a la brevedad. Sí vale la pena señalar los límites de un modelo que hasta ayer nomás parecía sin fisuras.

Acaso el principal problema que exhibió el equipo catalán deriva de su inclinación, digamos, filosófica. Quiero decir, el Barcelona hace de su fútbol una doctrina, una permanente declaración de principios, en cuya base está la posesión de la pelota. El toque que demuele psicológicamente a los rivales y que abre los caminos.

Pues bien, ante el Milan, ni los rivales se arredraron ni se abrió brecha alguna. No obstante, el Barcelona continuó con su libreto sin ningún agregado, sin ninguna alternativa de emergencia. Es decir, sin una lectura precisa del lugar y el momento. Eso, más que coherencia, es obcecación. O dogmatismo.

Si la costura prolija no prospera, si Messi no gambetea ni la raya de cal, por qué, por ejemplo, no probar desde fuera del área con mayor frecuencia (un equipo que no remata al arco no puede ser ofensivo). Por qué no pensar en Puyol, eximio cabeceador, en alguna pelota quieta.

Por qué resistirse a la sorpresa y redundar en el toque sin condimentos, sin cambios de ritmo. Como si hubieran renunciado a ampliar el repertorio. Imperdonable para un plantel con el arsenal de recursos más vasto del mundo.

De algún modo, estas flaquezas (programáticas, más que técnicas o tácticas) oxigenan el fútbol. En lo personal, luego del 5-0 del Barcelona de Guardiola al Real Madrid de Mourinho a fines de 2010, pensé en un grado insuperable del desarrollo del juego. Parecía el techo del fútbol, la alianza utópica de excelencia técnica, belleza y emoción.

Y son los sencillos italianos (colonizados por los africanos en el caso del Milan) quienes nos informan que el fútbol todavía es perfectible y que los dioses no existen. Que el Barcelona es limitado, vulnerable y, como cualquier hijo de vecino, tiene asuntos que atender y mejorar.

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