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El básquetbol hecho cultura

Ginóbili, Duncan y Parker son las caras visibles de un sistema que los trasciende AP Photo/Bahram Mark Sobhani

Circula desde ayer un video en las redes sociales cuya raíz es un tributo a los San Antonio Spurs. Son seis minutos y cincuenta y cinco segundos en los que se desarrolla la idea del juego en equipo, la radiografía de una franquicia que reconstruyó el básquetbol de la NBA incorporando una idea que parecía extinguida desde hacía años.

Movimiento de balón aceitado, pases lacerantes, el grupo por encima de cualquier individualidad. Los grandes maestros de este deporte alguna vez soñaron con algo así, pero siempre se entendió como una utopía. Algo irrealizable producto de mentes enajenadas, optimistas, absurdas.

Durante años, el mercado enseñó que no hacían falta los equipos para conquistar cosas importantes. No se trataba de los Bulls, sino de Michael Jordan. No eran los Lakers, sino Kobe Bryant. No era el Heat, sino LeBron James. Una falacia ridícula que, durante décadas, se posicionó en la mente de los fanáticos para evolucionar en verdad irrefutable.

El básquetbol de conjunto no nació con los Spurs. Mucho antes del trío formado por Tim Duncan, Tony Parker y Manu Ginóbili existieron equipos tan solidarios como exitosos en el mejor básquetbol del mundo. Sin embargo, se trataba de otra época. En la cultura de las estrellas, San Antonio es la contraindicación del remedio que alguna vez pensó David Stern para esta Liga.

Los Celtics de Larry Bird tienen muchos puntos en común con estos Spurs. Los Lakers de Magic Johnson, con un estilo completamente distinto -véase: nacimiento del Showtime- también entendieron el juego como una variable de conjunto. Sin embargo, la NBA explicó esta rivalidad sólo como Magic contra Larry. Excelente para el negocio, pero... ¿Cuánto tuvo de real?

Avanzo en el video de San Antonio y veo una serie de pases laterales como introducción, un dribbling como nudo y una asistencia oblicua como conclusión. Pienso en Bird y encuentro algo de todo esto: no saltaba, no corría, no hablaba. Y sin embargo, era el mejor de todos. "No se trata de quien anote los puntos. Lo importante es cómo le podemos dar el balón a quien tenga que anotarlos", decía la leyenda de los Celtics.

Los Spurs lucen aburridos al ojo del fanático porque son anacrónicos. Corresponden a otra época, a un básquetbol de vieja escuela que no necesitaba alimentar egos desmedidos. Que no se adhería como etiqueta a lo vendible, a lo inmediato. No entendía de Twitter, de Facebook, de Instagram. Ni siquiera de televisión. Aburrirse con San Antonio es, entonces, una mancha de ignorancia. Ninguna persona que peine algunas canas sabe que se puede ir contra las óperas de Mozart o el rock de los Beatles. Hay cosas que trascienden la concepción inicial con las que fueron creadas para transformarse en cultura. Para evolucionar en arte.

Los Spurs se han alimentado de aportes culturales nacidos fuera de Estados Unidos y lo han combinado con lo mejor de la NBA. La ascendencia serbio-croata de Popovich nos invita a pensar en Jugoplastika Split. La presencia de Ginóbili como modus operandi de este equipo tiene punto común con el seleccionado que fue oro olímpico en 2004, nacido también a partir de la profundidad y del juego en equipo. La idea que se defiende en Spurs es el sistema: nadie es más importante que la estrategia. Estas son las reglas, si te gusta, te quedas. Si no te gusta, te vas.

Los jugadores llegan a la franquicia y necesitan aclimatarse. A veces una temporada, otras veces más tiempo. En esta edición hemos visto la evolución de Tiago Splitter, Boris Diaw y Patty Mills, pero todos pasaron alguna vez por el filtro de aprendizaje para que el traje sea a la medida de Popovich. Este juego de muchas piezas a una misma usanza sirve, también, para ocultar arrugas: aquí no están ni Kevin Durant ni LeBron James. Hay estrellas, sí, pero nadie se entiende como tal, al menos dentro de la cancha. Así, se imprime la máxima: no hay mejor jugador que todos juntos.

Los premios en la NBA son individuales y por ende cuando se piensa en la elección del directivo del año se apunta a una movida estratégica. A un volantazo de rigor para mejorar en grande. El triunfo o la derrota son elementos intrínsecos del deporte, pero no tienen que ver con la cultura. Con la idea. Por eso es una brisa de aire fresco que Buford haya ganado -¡finalmente!- esta distinción, porque su movida fue fiel a los principios de esta franquicia: mantener la línea de ruta pese a los gritos externos. Renovar a Splitter y a Ginóbili contra las advertencias de rutina. De nuevo, San Antonio es San Antonio por evitar leer las contraindicaciones de los adictos al laissez faire de la Liga.

No sabemos si los Spurs son, en la actualidad, el mejor conjunto en lo deportivo en NBA, pero están en la discusión. Y en una Liga que vio el progreso desmedido de un talento como LeBron James, orientado por Erik Spoelstra para transformarlo en líder de equilibrio de un equipazo que juega como equipo, eso es mucho pedir. Quizás demasiado.

El sistema regala vigencia. Entrega la posibilidad de competir con armas leales contra talentos que son más rápidos y más jóvenes. No garantiza éxitos efímeros, porque al final del camino dejan de ser gravitantes. No importa cuántos discos vendieron los Beatles, lo importante es que seguirán siendo por siempre los Beatles.

En un mundo que grita que lo único que vale es el resultado, un grupo de muchachos, liderados por un viejo cascarrabias, nos enseña que una ruta diferente se ha construído. Que el largo plazo entrega también frutos dulces. Que los veteranos todavía pueden, que los equipos todavía viven, que las leyendas jamás mueren.

El básquetbol hecho cultura se viste hoy de blanco y negro.