Alejandro Caravario 10y

Un mundo de fantasías

BUENOS AIRES -- Lo lamento, pero no puedo compartir el entusiasmo del relator de la televisión pública, quien ante cada embate goleador de Alemania gritaba ¡viva el fútbol! Así hasta desgañitarse.

Para mí, la fiesta del fútbol se vincula a la tensión dramática, a la paridad de fuerzas, no sólo a las demostraciones de elevada técnica y a las revoluciones tácticas.

Una semifinal de campeonato mundial que pierde su gracia a los 15 minutos no da para enamorarse del fútbol. Más bien lo desluce.

Partidazos son los que conllevan cierto enigma sobre el resultado, ritmos cambiantes, predominios inestables. El 7-1 de Alemania a Brasil fue una masacre. Y no me encuentro a gusto en las masacres, por más que no excedan lo deportivo.

No discuto el vuelo de Alemania, un equipazo con todas las letras: compacto, exquisito con la pelota, rápido, solidario, profundo… Pongan los adjetivos que se les ocurran, estaré de acuerdo.
Pero aun así, esta goleada es irreal. Una suerte de fantasía maravillosa para los vencedores y de sueño apocalíptico para los sufridos locales.

Alemania, con todo su potencial y su nueva doctrina futbolística, no es tan superior a Brasil. La rápida progresión de goles, casi todos por pereza defensiva del equipo de Scolari (Toni Kroos recibía con una comodidad inusitada en el borde del área rival, entre otros descuidos graves), derivó en un partido desquiciado. Casi absurdo. Con una formación cebada por su propia eficacia, exultante, borracha de placer y anhelante de excesos, frente a otra diezmada, atontada por el desconcierto, paralizada por la vergüenza.

Tal polarización, tal disparidad que reduce el encanto de cualquier disputa deportiva, se da una vez en la vida. Y sólo vale como excepción, como deformidad.

Pero estos partidos, aunque no reflejan la verdad futbolística de los equipos en competencia, suelen inaugurar mitologías. Taras perdurables. Miedos, prejuicios. Es probable que Brasil desarrolle algún complejo a partir de este martirio de noventa minutos.

Si bien resultó inevitable compadecer a Brasil y su público (un asunto es perder, otro muy distinto caer humillado), mientras se consumaba el amasijo me decidí a ver un hipotético vaso medio lleno.

Tal vez cuando se extinga el escándalo, el próximo responsable de la selección verde y amarilla se convenza de recuperar algunas premisas a las que este equipo renunció.

Y Neymar no sea un transgresor autorizado y solitario sino el hombre que impregne al equipo con su espíritu: categoría, velocidad, compromiso, habilidad, alegría y vocación ofensiva.

Si algo parecido a eso sucede, quizá el oprobio no ha sido en vano.

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