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La gran derrota debería impulsar grandes cambios

En algún lugar de Rusia, los jugadores brasileños entran al campo de juego y se forman para cantar el himno nacional en su primer partido del Mundial 2018. Los medios de comunicación notarán que no hay rituales de amistad como brazos entrelazados o manos en los hombros. Cuando suenan las primeras notas por los altavoces del estadio, la mirada en sus rostros denota concentración y determinación; no hay lágrimas ni muecas de batalla a lo "Corazón Valiente".

Tras haber caído a su punto más bajo en 100 años de historia de fútbol --con la madre de todas las palizas en manos de Alemania cuatro años antes, en presencia de sus propios hinchas-- la Seleção parece decidida a dejar atrás sus problemas. Sólo que, por primera vez en muchos años, llegaron al mundial sin palabras de favoritismo o del poder de su famosa camiseta amarilla -- y no, la tragedia de Mineirão no condujo al abandono de sus colores, a diferencia de lo que ocurrió con las camisetas blancas tras la derrota en la final de 1950. Brasil tiene algo que demostrar.

Esa es la escena que todos los brasileños de alguna manera están tratando de imaginar tras los acontecimientos del martes por la noche en Belo Horizonte. Pero en estos momentos, el estado de ánimo del país no podría ser más sombrío. No es nada comparable a la histeria que se vivió hace 64 años, pero los torcedores ("hinchas" en portugués) de alguna manera están entristecidos y desconcertados por una capitulación que representó el final de todo lo que creían saber sobre la Seleção. Aprendieron por las malas que aunque el fútbol brasileño aún tiene un registro formidable, sus derechos de fanfarronear quedaron fulminados en manos de Thomas Müller y sus arrolladores compañeros.

Es fácil caer en el dramatismo y hablar de traumas nacionales y escenarios catastróficos. Los sectores más sensacionalistas de la prensa mundial se habrán sentido decepcionados al saber que los brasileños fueron capaces de ir a trabajar el miércoles. Pero no se dejen engañar, la paliza dolió, y la inmensa cantidad de bromas autocríticas que se ven en Internet es la típica manera de los brasileños de lidiar con el dolor.

Dejando de lado las risas, Brasil despertó con la sensación de que podrían haber sido testigos de un momento histórico, que no sólo será recordado en el salón de la vergüenza. El país ha perdido Copas Mundiales en el pasado, y llegó a tener una sequía de 24 años. Ahora, el hechizo se extenderá a 16 años desde su triunfo en 2002, pero la mayor preocupación es cómo hará la más famosa nación futbolística para recuperarse de una noche tan humillante.

En pocas palabras, no hay una solución mágica. Para empezar, el Mundial siempre ha sido una competencia tremendamente reñida; el simple hecho es que Brasil, en 1962, fue el último equipo en defender con éxito el título. Esto deberá ser tenido en cuenta no sólo por los simpatizantes, sino también por los responsables del fútbol brasileño. Antes de preocuparse por sus rivales, Brasil debe echarse una buena mirada a sí mismo. Su mundial en casa no puede considerarse como un horrendo fracaso cuando terminaron entre los cuatro primeros. La cuestión aquí es que llegaron a los tumbos en lugar de arribar con autoridad. A falta de ideas, Brasil fue lo suficientemente predecible como para pasarla mal ante equipos que antes no les habrían hecho ni pestañear, como México, Croacia y Chile.

En su primer partido contra uno de los grandes candidatos al título, no podrían haberse visto más atrapados. Aunque se divisaron algunas lágrimas en las gradas, la reacción más predominante durante el entretiempo, cuando Alemania ya estaba 5-0 arriba, era que el resultado al menos forzaría un replanteamiento masivo en el fútbol brasileño.

Esa discusión no puede implicar solamente a la Seleção. Hoy en día, el equipo nacional es la cúspide de una pirámide tambaleante cuyo equilibrio se ve comprometido por factores tan diversos como la gestión caótica de los clubes y la falta de iniciativa nacional para las academias juveniles. También existe un extraño sistema bajo el cual los millones de dólares generados por los patrocinadores de Brasil apenas gotean hacia abajo, y en cambio siguen llenando las arcas de la Confederación de Fútbol de Brasil -- la facturación del 2013 rondó los 200 millones de dólares estadounidenses.

Sería simplista fijar los problemas únicamente en el ámbito financiero, y se podría argumentar con autoridad que el desarrollo de una política nacional para fomentar el crecimiento del fútbol juvenil no es tan importante dado que los futbolistas jóvenes siguen siendo uno de los "productos" más exportados por Brasil. La visión a corto plazo a nivel de clubes ha conducido al pragmatismo en la mayoría de los equipos de una liga brasileña donde hoy en día las asistencias son más bajas que en la Major League Soccer. Las bajas en la dirección parecen salidas de las guerras civiles, pero los "señores" también son culpables. Ellos son los que, desde hace años, o tal vez décadas, se han mantenido aislados a un extremo frustrante, negándose a estudiar lo que hacían sus colegas en el extranjero.

Brasil ha pagado un alto precio en el pasado por suponer que el resto del mundo del fútbol nunca lo alcanzaría. En este sentido, su fallida campaña de 1966, donde la disciplina táctica y la potencia física europeas acabaron con su seleccionado bicampeón, se destaca junto a su eliminación en 1974 contra la Holanda de Johan Cruyff, equipo al que el técnico Mario Zagallo había desestimado burlonamente antes de ser aleccionado en el segundo tiempo de la semifinal. La diferencia ahora es que la velocidad del cambio es aún mayor y Brasil no ha sido adecuadamente capaz de ponerse al día, aun con la bendición de una serie de jugadores especiales -- piensa en Ronaldo, Roberto Carlos y Cafú capitulando ante el conjunto francés de Zinedine Zidane en 2006.

La nostalgia o la emulación pura todavía parecen haberlos guiado en sus intentos recientes de evolución. Dunga, capitán de la selección que ganó el Mundial de 1994, fue nombrado para el ciclo de 2010 como una respuesta al experimento de Alemania con Jurgen Klinsmann. El regreso de Big Phil como salvador para la clase de 2014 tuvo algunos momentos prometedores, como la demolición de España en la Copa Confederaciones, pero acabó en fracaso debido a su incapacidad de adaptación -- sí, estamos hablando del uso dogmático de un nro. 9, una especie más rara en Brasil que los jaguares de la selva amazónica.

Pero así como 1950 generó cambios dentro y fuera del campo de juego, que a la larga condujeron al primer título de Brasil en 1958, el escozor del 2014 podría ser una bendición disfrazada. Habiendo evolucionado como nación en los últimos 64 años, es probable que Brasil evite la execración pública de la Seleção que hizo mártires involuntarios de la generación de Leandro Barbosa. Las pruebas están ahí para que cualquiera pueda ver que Brasil ha sido derribado de su nicho. Si intentarán aferrarse a él o si intentarán recuperarlo con dignidad, depende de todos los que aman el deporte en este país.

¿Cuál será, Brasil?