Carlos Irusta 10y

Queremos tanto a Julio

BUENOS AIRES --
"Que le vas a hacer ñato, cuando estás abajo todos te fajan", dice el Torito mientras yace en una cama de hospital, esperando la muerte y fingiendo no saberlo. Torito, de Julio Cortázar. Uno de los grandes cuentos de la literatura argentina. Julio escuchaba sobre sus hazañas cuando estudiaba en el Mariano Acosta y se las contaba su profesor Jacinto Cúcaro. Y las hazañas, claro, eran de Justo Suárez, "El Torito de Pompeya", el primer ídolo indiscutido del boxeo argentino -y, seguramente, del deporte nacional.

Julio Cortázar. Amante del boxeo, a cien años de su nacimiento, los que estamos en la actividad lo recordamos como "uno de los nuestros". Imposible no emocionarse una vez más con el Ciclón Molina de "Segundo viaje" -ese boxeador decidido todo, hasta el último sacrificio-. No se puede leer "La noche de Mantequilla" sin sentir el olor a humedad de la vieja carpa en esa noche de París, o el ruido de los golpes de Carlos Monzón a Mantequilla Nápoles.

Cortázar dijo alguna vez -o escribió, o simplemente consignó, para divertirse un poco con los lectores, como lo hizo siempre, porque con Julio nunca se sabe- que el momento más importante de su Siglo fue cuando Luis Ángel Firpo peleó con Jack Dempsey.

"Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial", escribe su cuento, Circe. Y en dos frases queda impregnada algo más que una situación deportiva.

Este cronista lo conoció alguna vez -y estrechó su mano, sí: lo hizo-, en el Luna Park, casi como si no hubiera podido ser de otra manera, una noche de comienzos de los 70, peleaba Miguel Ángel Castellini y ahí estaba él, solitario cronopio sentado en la primera fila del sector A, de espaldas a la calle Bouchard y por ende a la puerta principal del Luna, solo, apenas como uno más que es, después de todo, lo que era: uno más de nosotros, uno más de los que amamos al boxeo.

No pretende ésta ser una columna ni culta ni erudita ni mucho menos pretenciosa sobre literatura, para eso están los que saben y los que están. Es, simplemente, un puñado de palabras agradecidas desde el corazón en nombre de todos los que amamos el boxeo y las letras hacia quien, como otros grandes -Hemingway, Mailer-, supieron encontrarle una mirada diferente, comprensiva y en muchos casos, tierna, a eso que es subirse a un ring.

Julio, según la leyenda, llegó a relatar para la radio alguna pelea -¿habrá podido a pesar de su voz?, no: la leyenda agregar que eso fue en el 51 y que tras escucharlo, lo echaron- y, en tren de hablar sobre letras y boxeo, dejó alguna frase que sigue siendo una enseñanza: "El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario".

También el buen periodista tiene que ser astuto. Y llegar al punto final de una columna sin fastidiar ni ponerse pesado con los elogios.

Sobre todo cuando se está escribiendo sobre un grande que, a cien años de su nacimiento, sigue más sólido que nunca.

Te queremos mucho, Julio.

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