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Cuál folclore

BUENOS AIRES -- A Ramón Díaz y Mauricio Macri les salía bastante bien. La falta de carisma del empresario la compensaba la picaresca del riojano y así redondeaban duelos verbales chispeantes.

Nadie resultaba damnificado y, por si hiciera falta, ambos subrayaban su buena relación. La chicana no superaba el escalón del chiste. De hecho, para los boquenses, Ramón es un duelista de fuste, un emblema respetable del adversario, pero no un objeto de odio.

Aquel contrapunto es un recuerdo simpático de los Superclásicos de otros tiempos. Pero, por prudencia, conviene preservar su aura excepcional y no reeditarlo.

El vice de Boca Juan Carlos Crespi surgió en la palestra para polemizar con Teo Gutiérrez, quien dijo que el juego de su equipo enamora hasta a los hinchas de Boca. Y, en aras de abonar el supuesto folclore futbolero, adujo que River sólo llenaba la cancha cuando se consagraba campeón.

El presidente de River, Rodolfo D'Onofrio, persona sobria si las hay, manifestó en voz alta su desacuerdo con las declaraciones de su colega boquense. No porque lo hayan herido, sino porque, según él, un dirigente debe abstenerse de participar de los códigos del hincha.

Estamos de acuerdo en que las declaraciones de Crespi, un hombre al que no parecen sobrarle luces, son leves. Una cargada más. Aunque, también hay que marcarlo, tienden a la descalificación. Y ese no es el tono de un bromista.

Por qué Crespi recoge el guante cuando los jugadores de Boca ni siquiera le prestaron atención a Teo. Porque busca una módica renta política. Pretende acortar las distancias con el hincha. Que lo perciba como un par.

A la hora de defender su travesura, Crespi invocó el bendito folclore, lo cual podría ser atendible en otras latitudes, en otra cultura más moderada.

Pero en la Argentina –y la estadística policial vinculada al fútbol da muestras sobradas– el folclore es un vecino muy cercano de la agresión y la violencia.

Uno está tentado de pensar que la capacidad de herir (material o simbólicamente) al adversario es lo que define el folclore. Pero Crespi, como tantos otros, lo describen como si fuera una competencia de ingenio.

Basta con ver los mensajes brutales que muchos lectores –y no hablamos de barras bravas– dejan en las páginas web de los medios para comprobar que el folclore no es más que un muestrario de intolerancia, violencia y estupidez.

Los que defienden ese rasgo en apariencia pintoresco fundan su opinión en un fútbol utópico, inexistente. El mismo que, según se escucha, alguna vez cobijó a la familia en sus tribunas. Macanas.

Recuerdo cuando mi padre me llevaba a la Bombonera (era un plan familiar, sí) y la primera visión al subir las largas escalera era una fila de caballeros orinando en las paredes.

El olor, los ríos burbujeantes que anegaban el trayecto y los muchachos con los genitales al viento no es lo que recomendaría como cuadro ideal para una salida, por ejemplo, con esposa y suegra.

Los estadios nunca fueron un amable recreo familiar, así que acaben con esa cantinela. Y terminen también de alabar el color de las tribunas en alegre rivalidad como el gran atractivo diferencial del fútbol argentino.

Nuestro folclore entraña agresión. Aunque parezca inocente, se torna peligroso fomentarlo. Y los dirigentes tienen la obligación de entender esto antes que nadie.