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Michael Jordan, el mejor de todos

Kobe Bryant creció imitando todos los movimientos de Michael Jordan Vincent LaForet/AFP/Getty Images

En este momento, los analistas de TV se codean y disfrutan de un banquete de números que empalaga. Un cuarentón saca un sobre oculto debajo de la mesa y promete traer a relucir lo que nadie vio aún acerca de lo que todos hablan.

Kobe Bryant, mientras tanto, convierte un tiro más en su carrera que, vaya contradicción, no significa sólo uno más: es el punto que le permite pasar la frontera de los 32.292 que ostentaba Michael Jordan, leyenda del básquetbol en los '90. Flexiona las piernas, suspira, quiebra la muñeca y logra subir un escalón más en su carrera hacia la inmortalidad. "He disfrutado de ver como su juego ha evolucionado a través de los años y espero poder ver lo próximo que logre", dijo Jordan, ocultando ante los ojos del público su enfermiza competitividad, al enterarse del logro de Bryant.

Los fanáticos, mientras tanto, comparan a estos dos jugadores con números de todo tipo como si de matemáticas se tratase. Como si el juego fuese un duelo de cartas en el que un simple dato puede inclinar la balanza hacia un lado o hacia el otro.

"Michael Jordan, en su peor día, era diez veces mejor que Kobe Bryant en su mejor", dice Reggie Miller y sus palabras -exageradas, por cierto-, significan una leña más en la hoguera de las vanidades desatada entre las dos estrellas.

Vivimos inmersos en una Liga en la que todo debe ser medido para justificarse. Si el dato no entra dentro de un apartado tipo, entonces carece de una argumentación eficiente. En la mayoría de los casos, los números explican muchas cosas. Pero en otros, como sucede aquí, las estadísticas resultan insuficientes.

Kobe jamás podrá ser superior a Jordan. No se trata de méritos, sino de legado y de aporte al juego. Los datos valen poco acá, porque existen situaciones que no se pueden medir sólo desde lo rígido. Quien quiera analizar a Michael Jordan con respaldo, primero tiene que haber visto sus juegos en tiempo real. Y entender lo que significó su figura para la mejor liga del mundo.

Jordan fue, en su esplendor, la fisura de los sistemas, un demonio vestido de rojo que podía hacerlo todo. Atacar, defender, asistir, controlar el tiempo. Dentro y fuera de la cancha. En su época, nunca nadie pudo explicar el juego del básquetbol como un ajedrez en movimiento porque existió un Rey que se movía con diferentes reglas, incluyendo la de gravedad. Fue el único escolta que pudo ganar múltiples campeonatos sin un centro decente en la rotación. En definitiva, los logros muchas veces no se tratan de cantidad sino de calidad. Intentar ganarle a Jordan en su momento pico fue como tratar de vencer al diablo en un juego de cartas: siempre había un mazo más, una mano más, un guiño más.

La historia de la humanidad se escribe a partir de alumnos y maestros. Cientos de años atrás, la única manera de pulir el talento era presencial: caída, golpe, caída, golpe en un espacio restringido, entre dos personas. Luego todo era volver a levantarse hasta dominar el don. Uno enseñaba, otro aprendía. Para que existiese Aristóteles, primero tuvo que existir Platón. La perseverancia en el éxito fue siempre el camino, pero con el paso de los años los sistemas evolucionaron para que la fórmula quede expuesta a los ojos del mundo.

Jordan fue, sin querer serlo, el maestro de Kobe. Todo gracias a la explosión de la globalización, porque, a decir verdad, ellos no se conocieron personalmente hasta la etapa de evolución de Bryant. Ya desde principios de los '90, un profesor podía enseñarle a millones de alumnos mediante la televisión satelital. Un invento que antes tardaba años en conocerse, se diseminaba en minutos. ¿Qué hubiese sido de los inventores de la pólvora en la era de las comunicaciones?

En sus años jóvenes en Italia, el pequeño Kobe seguía los pasos de su padre mientras intentaba emular los tiros del escolta de North Carolina, quien brillaba noche a noche en el feudo de Chicago. No es un dato menor la lejanía entre USA y Europa: Air Jordan fue el ícono de la globalización que promovió David Stern, el eje de la difusión masiva de este deporte. Harry Houdini había dejado de mostrar sus trucos para un grupo selecto; ahora los desparramaba a través de las fronteras a la velocidad de la luz.

Desde un comienzo, Kobe siempre quiso ser Jordan. Y Jordan, por su parte, fue único en su esencia, porque sus antecesores, cuya figura emergente era Julius Erving, ni siquiera tenían una gota de parecido con el astro de Bulls. El espejo, por más maravilloso que parezca, jamás puede superar a la creación absoluta.

Me considero un admirador de Kobe, por su entereza, por su voluntad, por su obsesión enfermiza por ganar. Su aporte al juego ha sido grande, pero lo de Jordan ha sido superador en todo sentido, porque fue su propia figura lo imprescindible para la época que le tocó vivir. No se puede concebir la década de los '90 sin Jordan, con sus defectos y virtudes a cuestas. Fue, para el básquetbol, lo que significó Copérnico para la astronomía, Einstein para la ciencia, Borges para la literatura. Genios que rompen el molde y que dejan su huella para que nada vuelva a ser como antes. Son el Aleph dentro del Aleph.

Los griegos decían, con sapiencia, que nadie puede bañarse dos veces en un mismo río. Cada uno de nosotros hemos perseguido, en vano, repetir la experiencia de la primera vez. El beso de la primera novia, el olor a tiza gastada del pizarrón de la escuela secundaria, el sabor de la comida de mamá. Y hemos deseado olvidar otras tantas, como las lágrimas jóvenes de una traición adolescente. Lo primero marca y dicta el aprendizaje. Lo segundo es experiencia, pero ya se juega de otra manera. Segura, pero con reparos. Si me preguntan a mí, por momentos extraño ir por la vida sin escudo, poniendo las manos en el fuego con inocencia, chocando contra el paredón sin tener freno de mano.

Jordan fue un símbolo de aquellos años dorados, la expresión sin igual -y falsa- de que un mundo perfecto podía ser posible. De que podíamos entregarnos a fondo por alguien, por algo, sin salir decepcionados. Fue conocer una experiencia carente de frustraciones, con principio, nudo y desenlace sin igual. Ver a Jordan era disfrutar de una película de Hollywood en tiempo real: nadie sabía cómo iba a desactivar la bomba pero siempre lograba hacerlo a último momento. Era magia pura, cortar el cable y frustrar a cuanto rufián se ponga enfrente, porque de eso se trataba: nunca pudo superarse, en la historia del deporte, este guión de superhéroe contra villanos.

Abro ahora Twitter y leo un puñado de números fríos que aseveran que Kobe ha destrozado a Jordan. Me pregunto, con inocencia, como alguien puede destrozar a Mozart, a Van Gogh, a Shakespeare. El sentimiento, según las redes sociales, parece equilibrarse a base de matemáticas. Vaya frustración vivimos, minuto a minuto, en estos tiempos. No es nada personal con Bryant, un caballero del juego, un talento extraordinario, pero un jugador que llegó tarde a la cita. Al menos a la mía.

El tiempo pasará y cuando ya peine algunas canas, cuando las reglas cambien y el mundo que llegue aplaste al actual hasta hacerlo añicos, observaré a mi hijo junto a sus amigos hablando de básquetbol. Conversarán sobre equipos primero y jugadores después. Pelearán, casi como una consecuencia, sobre quien fue el mejor de todos. Y cuando la charla esté a punto de terminar, cuando las conclusiones emerjan a la luz, me acercaré despacio y en un tono tranquilo diré: "¿Alguno de ustedes vio jugar a Jordan? ¿No? Quédense entonces un rato más".

Y tendré, entonces, la mejor historia de todas para contarles.