Alejandro Caravario 9y

El ritmo del verano

BUENOS AIRES -- En principio, habría que aclarar que ni River ni Boca parecen haberse tomado el Superclásico de Mar del Plata con la debida seriedad. 

River aduce que tiene la mente en la pretemporada, en la preparación de largo aliento para la competencia oficial. Y Boca, que salió a la cancha con suplentes, sólo piensa en el encuentro con Vélez, el próximo miércoles, por un lugar en la Libertadores.

No obstante el público, como suele suceder, acudió masivamente a la cancha, se prendió al televisor en todo el país y, ante la sequía de fútbol propia del verano, lo vivió como un acontecimiento crucial. Asimetrías que, si bien ocurren a menudo, los responsables de la organización de los torneos (los estivales y los otros) y los propios protagonistas subestiman.

La combinación de enorme expectativa y oferta desganada no puede terminar bien. Hecha esta salvedad, salta a la vista que, al margen del resultado, River no consigue corregir el declive que lo afectó en un largo tramo de la temporada pasada. El deslumbrante juego de los inicios de la era Gallardo se desdibujó irremediablemente y hoy ha llegado a una crisis de imaginación alarmante.

Su apuesta ofensiva ha quedado reducida a los centros gestuales (es decir, con bajas ilusiones de eficacia) y las pelotas quietas que ejecuta con repetido efecto Pisculichi. De toque, circulación, ensanchar la cancha, progresar por lo bajo y otros rudimentos, nada de nada. El débil empeño colectivo llevó a aislar jugadores (los posibles receptores no se mostraban, ofrecían nula asistencia porque hay que esforzarse demasiado para eso), además de redoblar la displicencia de algunos futbolistas como Teo Gutiérrez, cuya excelencia no se discute, pero que no parecía muy concentrado en el clásico.

Pese a todo, las declaraciones de Marcelo Gallardo no permiten vislumbrar preocupación. Tiene la coartada perfecta de la preparación en la arena y nadie le reclamará un rendimiento superior. Acaso el único dato alentador es el ingreso de Gonzalo "Pity" Martínez, la última joya de la colección. Estuvo profundo y veloz; a diferencia de sus compañeros, se creyó el partido.

Boca improvisó una formación con el objetivo de foguear a sus juveniles. Si la consigna es adquirir rodaje, mal puede exigírseles algo más que eso. Con la experiencia del Superclásico es suficiente. Por caso, Franco Cristaldo ya tiene algo para contarles a sus nietos. Hizo un gran gol (aunque debió invalidarse por un offside previo), que festejó semidesnudo.

Aunque los chicos respondieron con actitud y algunos aciertos en el control de la pelota (en la primera parte, cuando el partido tenía algún interés, dominaron a River), el cómputo a favor que hace Arruabarrena es la consolidación de algún maduro (Carrizo la está rompiendo) y la entrada con el pie derecho de Pablo Pérez, acoplado al mediocampo como si fuera un antiguo hombre de la casa. Ambos fueron lo mejor de la cancha, en un partido que arrancó bien y concluyó como en una película tediosa, insufrible.

Una curiosidad: a pesar de tratarse de un introductorio y ligero juego de verano, los futbolistas se dan unas patadas criminales. Vangioni (un abonado) y Gigliotti encabezan la lista de la mala leche. Si el mismo celo lo pusieran en gambetear, veríamos actuaciones inolvidables. 

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