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Todos para todos

Mike Budenholzer transformó a los Hawks en un equipo solidario, competitivo y ganador Scott Cunningham/NBAE/Getty Images

En el básquetbol, el balón significa poder. Los ataques intentan conservarlo y las defensas arrebatarlo. Es el propósito del juego y es así como se trazan estrategias en los dos costados de la cancha para conquistar el objetivo.

Los jugadores creen poder albergar, desde un punto de vista individual, ese poder en sus manos. Pero no es más que un espejismo. La pelota concentra las miradas, dilata las pupilas y es el alimento de los equipos: si no se reparte entre todos los comensales, unos se atragantan y otros mueren de hambre. No existen ejércitos compuestos por una sola persona.

Los Hawks, en esta temporada, se han acercado como nunca antes a la belleza del juego. El concepto de todos para todos, que conocimos en el básquetbol a manos de los San Antonio Spurs, ha encontrado nuevos adeptos en la humilde tierra basquetbolística de Atlanta.

Mike Budenholzer, aprendiz experto -valga la contradicción- de Gregg Popovich, le ha entregado las armas más nobles a su equipo. O, mejor dicho, le ha quitado las impurezas a un plantel que requería cambios drásticos para conseguir resultados profundos.

Podríamos hablar horas del nuevo estilo de los Hawks, pero más que una forma de jugar se trata de una forma de entender el juego. Y podríamos ser más profundos diciendo que es una forma de comprender la vida, a través de la cesión de intereses en virtud de un objetivo común.

Al Horford es el ejemplo claro de por qué los Hawks son exitosos. Es un Atlas posmoderno que sostiene el mundo sin que el mundo se dé cuenta de su esfuerzo. Es el faro defensivo del equipo y uno de los jugadores que mejor juega pick and roll en la NBA. Pero su éxito tiene que ver con otra cosa: Horford está hecho con el molde de Tim Duncan. Jamás se queja por un cambio repentino, cree en el espíritu grupal y es capaz de dar un paso hacia atrás para que sus compañeros den uno hacia delante. Los expertos en marketing no miran esta clase de fenómenos, pero los entrenadores -que saben mucho más de básquetbol que los expertos en marketing- saben que las estrellas son mucho más que números, cámaras y autos de lujo.

Ni Budenholzer en Atlanta ni Popovich en San Antonio inventaron la solidaridad. Lo que hicieron fue darle un valor diferencial a ese concepto. Hace poco escuché a un jugador profesional decir: "Cada uno debe hacer lo que sabe hacer. Y punto". Un concepto simple, pero que rara vez funciona en el máximo nivel deportivo. La humildad de la estrella es un punto crucial para el éxito en un equipo. Y, aunque parezca absurdo, es contagiosa y se aprende. La psicología del deporte tendrá mucho por escribir cuando se detenga a mirar cuál fue la materia prima que construyó a estos equipos tan profundos en triunfos como carentes en nombres rutilantes.

Los Hawks tuvieron que desprenderse de Joe Johnson y Josh Smith para alcanzar este básquetbol de superación. Estamos hablando de dos estrellas de gran valor, pero que acumulan -y acumularon- mucho el balón en sus manos. Dos agujeros negros: una vez que recibían posesión sus compañeros se convertían en espectadores de lujo. Los Hawks y los Spurs comparten el concepto de que la pelota es una mandarina que debe desprenderse en doce gajos equitativos. Un equipo poderoso no alberga el poder en un solo lugar de la cancha, porque eso sería la contraindicación del medicamento de base: demasiada responsabilidad en dos manos sólo genera un experimento volátil y peligroso. La fórmula en ataque es velocidad y rotación de balón. Pase, pase, pase y tiro. Movimiento vertiginoso para intentar acelerar el ritmo en transición y, en defensa, con todas las armas encendidas, despertar una rotación activa, ausente de egoísmos, asfixiante y profunda.

He decidido últimamente no concentrarme en los resultados, sino más bien en los estilos y en las aplicaciones de los conceptos. Los Hawks son un ejemplo más de que la cultura de Magic Johnson-Larry Bird, creada por David Stern, está camino a extinguirse. Hoy, en tiempos de Adam Silver, la fórmula dominante es la del bien común, del todos para todos. Eso le ha permitido a los Hawks encontrar el mejor rendimiento de su carrera en Jeff Teague, Kyle Korver, Paul Millsap y Horford. El éxito individual llega por el trabajo grupal, ¿Curioso, no? Más bien es una consecuencia de un proceso, no una alineación de planetas inverosímil. Es trabajo mezclado con convencimiento para conquistar un objetivo delineado de antemano.

Los Hawks pueden ser campeones de la NBA o caer en una racha negativa de derrotas desde hoy mismo. Pero eso no tiene que importarnos a los que buscamos encontrar la belleza del juego en los rincones en los que se oculta. "¿Cómo no vas a amar a este equipo?", grita en este momento el relator en NBA TV tras una asistencia magnífica de Kyle Korver a DeMarre Carroll en transición. Y tiene razón. No se trata del profesionalismo desmedido, de los triunfos o las derrotas; se trata del estilo que permite que el espectador vuelva a sus orígenes, al momento en el que tocó por primera vez una pelota de básquetbol. Al idealismo que proponían los grandes maestros, a la cesión de intereses para alcanzar una meta mayor, al básquetbol de amigos que encierra, en algún lugar de nuestros corazones, la jugada perfecta que no es más que aquella que se comparte entre diferentes manos.

Algunos pensadores dicen que se juega como se vive. De ser así, yo prefiero vivir en ese paraíso horizontal que proponen esta clase de héroes que escapan al egocentrismo desmedido. Narciso, finalmente, ha muerto.

Todos para todos. No existe otro camino posible.