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La vida después de Manu

El astro argentino revolucionó el básquetbol en su país, merced a su talento y perseverancia Getty Images

No recuerdo si fue una foto o un video lo que despertó el malestar. Una sensación extraña, diferente, un dolor agudo que concluyó en un escalofrío irremediable. Supongo que debió ser miedo, en alguna de sus formas. No se trató de espanto, sino de una angustia que envolvió preocupación, como los sueños en los que alguien nos persigue y no podemos correr. Como los ruidos que sentimos en la cocina y nos obligan a revisar, con cautela y un temor cobarde de adolescente, si hay alguien en la casa.

Manu Ginóbili tiene casi 37 años y en poco tiempo va a dejar la NBA. No será mañana, pero las hojas del calendario no perdonan a nadie. Mientras observo el sillón del living y el televisor encendido en NBA TV, me pregunto qué pasará luego de Manu. ¿Hay vida después de Ginóbili? El silencio es atroz, pero es un silencio que, paradójicamente, se escucha. Y nos sugiere que no, que estamos ingresando a lo que podemos llamar el país de las últimas cosas. De las nuestras, que no son otras que las que nos dictan costumbre. Y costumbrismos. Tiempos, distancias y hábitos.

En Argentina no podemos contemplar la NBA sin Ginóbili, porque muchos de nosotros hemos crecido calibrando nuestras noches alrededor de San Antonio. Como si viviésemos con dos relojes, el que indica la costa Oeste y el que baja en Buenos Aires. Manu nos ha dado lo que todo aficionado necesita para tener adicción por un atleta: triunfos y vigencia. En todos lados, en el básquetbol internacional, en el estadounidense, con la selección. Ginóbili ha sido nuestra versión doméstica de Michael Jordan, con todo lo que eso significa. El ícono del que todo lo hace, todo lo dice, todo lo puede. Y lo ha hecho con la dignidad de los que pueden vivir con la mochila cargada ¿Ustedes dicen que Manu no es Jordan? Qué importa. Para nosotros lo es y lo será por los tiempos de los tiempos.

Quizás por eso hoy sentimos ese malestar que se disfraza de miedo. Porque su retiro, inminente por cierto, será la muerte de una porción de nosotros, los simpatizantes olvidados de este pedazo de la tierra. Habrá que replantearse qué hacer con esa ausencia, que no será una más: la NBA fue albiceleste gracias a Manu, que supo romper los límites, las barreras, las distancias. Ya deberíamos terminar de una buena vez con la hermandad de Jacksonville con Bahía Blanca: desde hace años que la hermana, novia y esposa de la ciudad del viento es San Antonio. Todo gracias a una persona.

Entonces no está mal sentir algo de miedo por lo que puede venir. Los libros de autoayuda nos piden que "vivamos el presente". Pero esto es deporte señores, y aquí, todos los que visitamos esta página, tenemos un posgrado en anécdotas, números y predicciones. Somos pasado y futuro, con un grado de contaminación que es lo que nos dicta el hoy y ahora.

No se trata de generar un escrito apocalíptico. Todo lo contrario: son palabras de agradecimiento y de toma de conciencia. Puede ser un año, pueden ser dos, pero el desenlace es inevitable. Y lo vamos a sufrir. Por lo tanto, tenemos que disfrutar lo que queda. Tenemos que saber que lo que aquí ha sucedido escapa de los parámetros de normalidad: el pibe que soñaba se transformó en el propio sueño. Leí hace poco la biografía de Earl Lloyd, el primer basquetbolista de raza negra que jugó básquetbol profesional en Estados Unidos. Allí se explicaba el cambio radical que sufrió el deporte norteamericano tras su llegada. Fue obligado pensar que la revolución a veces se da por el oportunismo, que es el cuándo, y otras veces por los hechos, que son el qué.

Ginóbili abrió las puertas al básquetbol sudamericano de un empujón merced a sus propios logros. Reconstruyó un deporte acostumbrado a un rol secundario para ponerlo en planos de preferencia. Sin ser el primer astronauta que pisó la luna, imprimió la huella para que los demás la transiten. Fue ejemplo de conducta y perseverancia aplicadas al talento, en una receta que, en el deporte argentino, jamás pudo ser igualada.

Llegué en 2003 a ESPN, mismo año en el que Manu fue campeón en la NBA. Recuerdo, al día de la fecha, mi entrevista de trabajo. "Decime, ¿qué deporte te gusta?", preguntaron. Mi respuesta fue directa: "Soy de la ciudad de Ginóbili". Y se entendió todo: era el deportista que le había ganado, para siempre, la pulseada al propio deporte en mi país.

Es por eso que hoy me sentaré en mi sillón con un ánimo diferente. Prometo que intentaré dejar de lado el análisis para darle lugar al disfrute. Abandonar el miedo de lo que puede ser para darle lugar a la emoción de lo que está pasando. Porque él lo merece. Porque su trayectoria nos exige a nosotros que dejemos de evaluarlo noche a noche con la medida drástica del resto de los mortales. Seremos, hasta el final, el carro que dibuja muecas en una montaña rusa. Y cuando todo esté a punto de terminar, cuando la última bombilla de luz silbe los pocos rayos restantes, todavía estaremos nosotros siguiendo la estela del número 20, soñando con un truco que quiebre el orden establecido, con un tiro que nos devuelva una década atrás. Que nos permita vencer al tiempo, como él pudo tantas veces.

Confieso que una idea ronda desde hace rato en mi cabeza: el día que ya no esté en este mundo, el cielo no tendrá que ponerse en grandes gastos conmigo. Pediré por mi familia, por mis amigos y, en algún lugar desconocido, en algún tiempo remoto, pediré ver jugar a Manu como quien pide observar los cuadros de Van Gogh, escuchar las composiciones de Mozart o leer los libros de Borges. No necesito más que eso para ser feliz.

Será un partido más, un cuarto más, un minuto más. La vida después de Manu nos sumerge como fanáticos en el duelo, nos propone desafíos y nos hace navegar en la incertidumbre.

No te vayas nunca, campeón.

Aún cuando sea tarde, lo diremos una vez más: no te vayas.