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El Superclásico, punto sin retorno

BUENOS AIRES -- El enigma pimienta sigue su curso. Las pericias policiales preliminares arriesgan que el químico que dañó a los futbolistas de River habría partido del campo de juego, lo que lleva a sospechas de las fuerzas de seguridad. Pero un informe posterior agrega que la sustancia encontrada en la camiseta de los jugadores no es la que usa la policía. Como si se tratara de un intrincado caso policial, las pesquisas continúan.

El hallazgo de los responsables materiales del atentado no hará decrecer el escándalo. Pero nos proporcionaría una infrecuente demostración de eficacia en un microclima (los espectáculos futbolísticos) donde abunda la necedad y la impericia. Atributos que, en un contexto multitudinario, pueden resultar criminales.

Más acá de la procedencia del gas pimienta (si es que fue gas pimienta), quedó claro que a todos los involucrados les quedó holgado este partido tan importante. Para ser más precisos: este partido no puede jugarse en la Argentina. Llegamos a ese punto. Si fallaron los resortes de seguridad y cualquiera hizo lo que quiso (colar una bengala, arrojar botellas, remontar un drone, ¿esparcir gas pimienta?) es porque se ejerce la supuesta prevención desde una lógica equivocada. O meramente declamatoria.

Boca suma 1.500 agentes, entre la Federal y los privados, y cree que con eso ya cumplió. Ya salvó la ropa.

Pero el personal de seguridad, además de disponerse en el estadio y adyacencias de una manera en extremo curiosa (¿dónde estaban cuando tan sólo dos hombres intentaban perforar la manga?), no parece obedecer a un plan. Un plan significa, por ejemplo, efectuar la logística elemental que permita conocer dónde van los más pesados para hacerles una gentil compañía (la barra de Boca atraviesa una intensa disputa interna), qué verosimilitud tiene la conspiración que, vía twitter, instaba a abortar el partido y dónde y cómo se pueden ocultar o infiltrar objetos prohibidos.

Si no se comprende la naturaleza de la violencia en el fútbol (y, de ese modo, la naturaleza del riesgo), de nada sirven diez mil infantes de marina de custodia. Si no se desculan los procedimientos de las barras y sus allegados y promotores, seguiremos en cero.

Se sabe -y se comprobó en la Bombonera- que los hinchas en apariencia tranquilos sucumben rápidamente al contagio y acuden a la agresión como un reflejo al que la cancha autoriza. ¿Quién les tiraba botellas de agua a los jugadores de River? ¿Eran los muchachos del paravalanchas o socios de intachable reputación? Claro, para implementar esta ofensiva, tanto las autoridades policiales como los dirigentes del fútbol deberían tener las manos libres de complicidad. (Nota del traductor: complicidad quiere decir una alianza activa con los gerentes de la tribuna o una tolerancia conveniente y supuestamente inocua). No es el caso.

Así que no se gasten amontonando uniformados ornamentales. La demora insólita en tomar una determinación (árbitro y Conmebol) también demuestra una falta de idoneidad que, si no mediaran heridos, resultaría hilarante. Las autoridades deportivas, ante un escándalo semejante, no sabían qué hacer. Esperaban que otro decidiera por ellas. El peso del público, molesto por el desenlace adverso, por el espectáculo trunco, quizá los intimidaba.

El público también -con los barra a la vanguardia, pero no en exclusiva- ejerció una muda presión sobre los futbolistas de Boca para que se comportaran como canallas. Ninguno de ellos se puso al frente de un indispensable gesto solidario con sus pares de River. A ver si la hinchada se enojaba.

El monstruo de mil cabezas que reside en las tribunas se ha erigido en amo y señor. A estas alturas, en un Boca-River que define un lugar en la Copa Libertadores, es imposible de manejar.

Como decía Pepito Cibrián, acá no podemos hacerlo. Y Boca, por más que se esmere en el descargo ante la Conmebol, pagará las consecuencias.

En el nombre del folclore y la pasión, y bajo el ala de los padrinos deportivos y políticos, las barras (y sus expresiones individuales) han tomado al fútbol de rehén. No pueden ganar partidos. Pero si pueden suspenderlos. Decidir cuándo se juega y cuándo no.