Alejandro Caravario 9y

Un equipo bipolar

BUENOS AIRES -- “Hay que ganar los partidos importantes”, dijo Riquelme. Se refería, con malicia, a su ex club, Boca, con cuyo presidente está enemistado a muerte. Y es cierto, el club que preside Daniel Angelici, aunque ha invertido un considerable capital en jugadores, no consigue títulos. No consigue revalidar su grandeza.

Algo semejante le podría caber a la Selección Argentina. Aun con el mejor futbolista del mundo en plenitud y con una camada histórica de cracks, merodea el podio, acaricia las copas, pero no puede dar la vuelta olímpica.

Sucedió en el Mundial del año pasado. Y acaba de repetirse en la Copa América.

Es evidente que el equipo que ahora dirige Martino está entre los más dotados del planeta. Sin embargo, cuando tiene que aparecer en su versión más potente -cuando sus estrellas deben sacar pecho en el instante crucial que conduce a la gloria-, se desinfla.

Porque ganar o perder es circunstancial y, en muchos casos, azaroso. Mucho más si la diferencia la establece una serie de penales. El problema es no estar a la altura de las circunstancias, desairar al público con una performance desconcertante.

Es difícil entender a qué jugó la Argentina. Y resulta igualmente difícil imaginar un partido peor que este.

Cómo olvidarlo pronto si se trata de una final. Cómo entenderlo si unos días antes la Selección había ofrecido una exhibición, había rozado el esplendor.

De hacer un culto de la posesión, Argentina pasó ante Chile a jugar de contragolpe, abusando de pelotazos a la marchanta para que el pobre Agüero se arreglara. De meter seis goles, de pronto cayó en la nulidad ofensiva (una jugada de peligro en 120 minutos es escandalosamente poco). Frente a Paraguay, Messi fue imparable. En la final, estuvo ausente y no porque lo hayan asfixiado con la marca ni perseguido a patadas. Solito se alejó del partido.

Chile no hizo gran cosa. Digamos que fue el menos peor. El cierre de torneo que ambos tramaron no pudo ser más desabrido.

Una pena porque los dos se merecían el lugar en el duelo decisivo. Se ve que tanto Chile como Argentina optaron por un partido de ideas, especulativo. Los dos fomentaron la inacción. Ni siquiera se vio el nervio de una final. El heroísmo sobreactuado de Mascherano (la imagen televisiva quería convencernos de que terminó jugando rengo) no basta para resarcir tanta desidia.

Nadie podría discutirle la categoría a la Selección. Sí, en cambio, es lícito dudar de su consistencia. De la coherencia de sus prácticas. En el primer encuentro ante Paraguay, ya había dado indicios preocupantes de bipolaridad. La inclasificable actuación de ayer en Santiago la torna aún menos confiable.

Habría sido esperanzador perder con otra imagen, con otras intenciones. Despedirse así descorazona. Sólo esperemos que los futbolistas, atentos como siempre a su libreto precocido, no apelen al latiguillo de que dejaron todo en la cancha.

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