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La fascinación de Luis Scola y el básquetbol

Luis Scola, capitán y emblema del seleccionado argentino de básquetbol. AP

Cuando yo era chico, allá por principios de la década del '90, conocí a René Lavand, un mago que, decían, era maravilloso. Y verdaderamente lo era. Vestía saco y pantalón negro, camisa blanca, un moño gris y poseía un bigote prominente que le podría haber permitido participar de algún western de turno sin ninguna dificultad. Su mirada era penetrante y sus historias seductoras. Nació en Tandil y brilló en todos lados, incluyendo los casinos más importantes de Estados Unidos. No sacaba conejos, no había rayos láser, no cortaba a nadie por la mitad. Eran naipes, pero lo recurrente ejercía la diferencia: ¿cómo alguien puede hacer siempre lo mismo sin que el público se dé cuenta de cómo lo hace? Maldecía para mis adentros. Una, dos, tres veces. Quince. Veinte. Sumergido en ese movimiento absurdo, en ese tiro oblicuo de los naipes, en esa sonrisa diabólica del hombre poderoso engañando al resto de los mortales.

"No se puede hacer más lento", decía. "Es algo simple, que dista mucho de ser una simpleza", insistía. Pedía que la gente se acerque, a una distancia que ya era casi ridícula. La famosa técnica del 'close-up'. Y todo lo llevaba a cabo despacio, tan despacio que enervaba, ¡y lo hacía con una sola mano!.

Lavand era, además, un mago manco. Vivió 85 años y su última función fue tan gratificante como la primera. Amaba lo que hacía y siempre conservaba los tres puntos cruciales que tiene que tener un ilusionista: fascinación, concentración y sorpresa. ¿Cómo alguien que se pasa una vida haciendo lo mismo no sucumbe ante los encantos de otros placeres? ¿Existe al menos esa pregunta dentro de esta clase de fenómenos? Ni los ojos, ni las lentes pudieron dejarlo en evidencia. "La cámara implacable no me deja mentir", decía René señalando al televidente con su índice derecho. Lo mismo ocurrió, tiempo después, con Luis Scola, ala-pivote de la selección argentina de básquetbol. ¿Cómo los rivales no logran frenar el mismo movimiento que ejecuta hace más de dos décadas? Porque si de magia se trata, su arte está en el balón, no en los naipes. Se ejerce con las manos, pero también con los pies. Espalda, espalda, espalda. Una zapatilla adelante, otra atrás, movimiento de cintura y definición. Fascinación, concentración y sorpresa. Sin galeras, pero con algunos conejos. Con una lealtad incondicional hacia lo que es suyo, como si de una condena se tratase. Como Sísifo cargando la piedra a sus espaldas para verla caer por las noches y empezar de nuevo. Como Sherezade contando el mismo cuento una y otra vez para evitar la muerte a manos del sultán. Eso es para Scola la selección nacional. Y todo lo que hace, lo hace a la velocidad que permiten los años, sus años, contra gente que dice hacerlo más rápido y mejor. De nuevo: no se puede hacer más lento.

Se dice que no quedan adjetivos para describir a Scola, y es absolutamente cierto. Porque quienes buscan la descripción son quienes lo observan. Y retornar a ser niños por un rato, a entregarse por completo a observar el truco e intentar descubrir cómo lo hace, genera este tipo de inquietudes. Todas las noches la primera noche. Es absurdo. Completamente absurdo. Verán, como alguna vez le dijo John Parenti a Andre Agassi, los hombres se dividen en termómetros y termostatos: los primeros miden la temperatura del lugar, los segundos la cambian. Scola pertenece sin dudas a la segunda categoría, porque su sola presencia irradia algo especial, diferente, en los que están cerca, los que están lejos y los que están enfrente. Nadie puede ser indiferente a su figura. Es movimiento puro en un pleno de esfinges. Carga, además, con una cuota de guerrero épico, un dejo de nacionalismo que luce extinguido en el mundo actual pero que sin embargo vive en sus entrañas. Un cachetazo al orden establecido, un slogan que se despliega con hechos: ¿vieron que se puede ser así?. Porque de lo contrario no disfrutaría tanto de pelear en la adversidad. Los trucos de Scola son mejores cuando se hacen a la intemperie. La nobleza de ejecutar mejor con la menor cantidad de recursos disponibles lo convierten en un deportista tan extraño como adictivo.

He observado a Scola desde todos los ángulos. Lo he visto moverse en vivo y en directo, por televisión y hasta he imaginado el ensayo de sus artes por radio. Estilo despacio, correcto, irritante. La felicidad de la vida es poder hacer las cosas con gusto. Y ya nada resultará una carga. Scola lo sabe y dista de ser el cantante obligado a recitar hasta la eternidad para el placer de los dioses, o el bufón que sale a actuar a punta de pistola para complacer al Rey. Porque la repetición también hace la diferencia. Lo excepcional es fascinación, pero lo frecuente también es sorpresivo si se hace con ganas. De ahí el entrenamiento, el trabajo, la vigencia. Con tanto amor como al comienzo las cosas se consiguen. Es la obsesión del que quiere perfeccionar su discurso hasta que no tenga más nada para decir y entonces sí, habrá hecho las paces con los suyos y, principalmente, con él mismo.

Scola es otro gran ejemplo que nos lleva a disfrutar una película interminable. A sentarnos, todos juntos, en aquella mesa de naipes cansados a presenciar como aquel mago ilusionista manco desarrolla un truco eterno y nos invita a disfrutarlo, que es mucho mejor que intentar descubrirlo. Fascinación, concentración y sorpresa. Porque las cosas simples no son una simpleza, porque la vida vale la pena exprimirla hasta la última gota, porque las batallas que valen la pena se libran, no se esquivan.

De eso se trata. Aquí, hoy y siempre.