Alejandro Caravario 9y

Los costos de la temeridad

BUENOS AIRES -- Los allegados a Ezequiel Ham distribuyeron una carta en la que afirman que la familia del futbolista está “destruida”. También se difundió una foto del joven en la cama de la clínica donde fue operado. La suma hace patente el penoso momento, y todavía falta la larga recuperación que demanda semejante lesión, fractura de tibia y peroné.

Y cuando se avista una víctima, hay quienes se afanan en la detección (o construcción) del verdugo. Y aunque medie la fatalidad, el negocio de las polémicas es hallar (o fabricar) una encarnación verosímil del mal. En esta caso, Carlos Tevez.

Atribuirle intencionalidad en la infausta jugada, como hizo tan ligeramente Pipo Gorosito, suena injusto. Cabe pensar –y comprender– que la expresión está teñida por un cóctel indigesto de bronca, impotencia y tristeza.

Por las muestras de lealtad hacia los colegas ofrecidas durante tantos años de ejercicio de la profesión, no corresponde sospechar que Tevez colocó la suela para quebrar a un adversario. Sí es probable que el delantero de Boca haya incurrido en un mal bastante frecuente en las canchas argentinas: un uso temerario de la fuerza.

Tal como lo pide el reglamento, también en la disputa supuestamente honesta, hay que medir riesgos. El pretexto de buscar la pelota (mímica que repiten los futbolistas como si estuvieran programados) no autoriza a lanzarse de cualquier manera. Incluso con plena conciencia de que se llegará tarde.

“Partí a un colega, pero fui a la pelota”, quizá piensen algunos atolondrados y eso les evite el remordimiento. Pero son tan culpables como si previeran hasta el lugar exacto, con ilustración y todo, donde hundirán el botín para segarle la carrera a algún pobre rival. Si un automovilista cruza una bocacalle con los ojos cerrados, es factible que provoque un accidente y hasta alguna muerte. Quizá su intención no haya sido esa, sino saldar una apuesta o hacer un chiste. El costo fatal de la imprudencia no varía.

Aun si consideró que Tevez se avino a una lucha lícita por la pelota, el árbitro de Argentinos-Boca, Luis Álvarez, que ni siquiera cobró la falta, estaba en la obligación de expulsar al Apache. Es inexplicable su conducta. Los árbitros deberían ser más estrictos –y no despreciar el recurso de la advertencia– con algunos aguerridos marcadores que, bajo la premisa de entregar su corazón a la tribuna, abusan del empeño físico.

Pero también sería atendible que los referís se manifestaran desconcertados por las permanentes improvisaciones actorales de los futbolistas. Así se hace más difícil distinguir una falta grave de un simple roce. Y el dolor real de la pantomima barata que sólo busca una tarjeta para el adversario. Carlos Sánchez, por caso, vuela en cada acción de contacto como si fuera una leve jabalina.

Se complica discernir la paja del trigo. Hay que entrenar el ojo y adentrarse en las mañas de los futbolistas, que pretenden transformar hasta la escena más trivial en agua para su molino.

Aunque no los asista la razón.

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