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Cómo acabar con los falsos guapos

Desábato y Oretga se sacaron chispas Fotobaires

BUENOS AIRES -- Cuando se inventó la pólvora se acabaron los guapos. La reflexión le gustaba a Roberto Goyeneche, hombre de barrio, tanguero, así que de mitología del coraje viril sabía bastante, casi tanto como Borges, reconocido admirador del mundo orillero. Luego la frase se transformó en un lugar común, sin embargo pervive su valor descalificador para ciertos bravucones.

Alguien debería recordarles esta sentencia a los futbolistas, siempre proclives a los empujones de recreo escolar que ellos creen una demostración de, digamos, orgullo masculino.

En la fecha del último fin de semana tuvimos para elegir. Ortega y Desábato (hombre de lengua filosa, según cantan sus antecedentes) se sacaron chispas, pero en el clásico entre Boca y San Lorenzo se esmeraron más en la puesta en escena.

Kily González, cuya omisión repetida de la afeitada matutina le da un toque de rufián muy apropiado para estos arrebatos, amagó con irse a las manos ante Riquelme, que, como todos sospechan, es temible en la práctica del corrillo pero un verdadero lord sobre el verde césped.

Luego fue Migliore quien se lo quiso comer crudo al chileno Medel, sensiblemente más pequeño, pero bien dispuesto a la camorra.

González se colmó de ira por una patada (¡justo él!); el enojo de Migliore me resulta más difícil de determinar. ¿La derrota? ¿La humedad ambiente? ¿Un insulto secreto? De cualquier manera, el arquero debía tener razones de peso porque su enojo sobrevivió al silbatazo del final.

Cuando iba a la cancha de niño, la banda sonora que aportaba la hinchada frente a estas escaramuzas era "y pegue, y pegue..." No sé si el ingenio de la tribuna ha experimentado cambios, pero la imagen de reyerta infantil sigue inalterable.

Los ajustes de cuentas que obedecen al código de honor -algo similar a lo que estos muchachos parecen suscribir- se efectúan en privado. Pero se ve que no es el caso. Porque después de la ducha, la indomable beligerancia se transforma en una declaración chirle, de rigor: son calenturas del partido.

Dicho en buen romance: pantomimas, intentos de salvar la ropa, demagogia de vuelo rasante. Una farsa. Y que yo recuerde, nunca, pero nunca, estos amagos de pelea llegaron más allá del pechazo.

No obstante, los compañeros de los exaltados y el propio árbitro fingen que la cosa va en serio y se entrometen para separar, para alejarlos a un rincón neutral.

Entiendo que la tarjeta es insuficiente para penar esta impostura. Y también es inocua como correctivo. Por lo tanto propongo que quienes se entreveren en estos pasos de catch reprimido sean enviados a una dependencia aislada del estadio a saldar el entredicho a puño limpio.

El juego se detendría hasta que el tercer árbitro (garante y juez del combate) hiciera llegar el resultado a su colega y autoridad del partido. El desenlace del enfrentamiento – mucho menos los pormenores– no tendría consecuencia alguna en el juego, toda vez que se trataría de un compromiso de caballeros celebrado y finiquitado en esos términos. Es decir, a solas, sin especular con castigos ni recompensas, sólo por salvaguardar la dignidad de macho.

La pelea sería "a primera sangre", como los antiguos duelos, lo cual no sólo dotaría de nobleza y jerarquía la ceremonia sino que aseguraría su celeridad y, por lo tanto, la pronta reanudación del match. Asimismo, impediría que la contienda fuera una continuación de la franela inofensiva a que nos tienen acostumbrados los jugadores.

Cada contrincante podría elegir un padrino o testigo (los respectivos capitanes, ningún otro) y, ojo con esto, en caso de negarse a pelear sí serían sancionados con la tarjeta roja y una suspensión automática de once fechas bajo el cargo de "falta de huevos" y "simulación seguida de cagazo".

Acabo de ofrecer la solución para acabar con estos falsos guapos tan irritantes. Después no digan que el periodismo no tiene propuestas.