Alejandro Caravario 12y

La inocencia perdida

BUENOS AIRES -- Ahora todo está en YouTube. En un doble clic, accedemos a un completo repaso en imágenes y nos evitamos el recorrido tortuoso por archivos con cerco burocrático.

Esta herramienta nos permite, por ejemplo, trazar la biografía olímpica de Muhammad Ali en dos breves videos. Dos instantes que, a su vez, describen el cruel contraste de un boxeador deslumbrante: la antesala del esplendor, por un lado; la decadencia y la enfermedad, por otro.

El blanco y negro nos lleva a Roma 1960, cuando Ali todavía era Cassius Clay, se mostraba respetuoso con el adversario (hasta le da la mano a su entrenador) y sonreía tímidamente. Con apenas 18 años, ejecutando sobre la lona los primeros pasos de baile (el vuelo de la mariposa), le ganó al áspero polaco Zbigniew Pietrzykowsky y se colgó así una medalla de oro.

Ya en colores, 36 años después, la cámara toma a Ali con la antorcha olímpica en los Juegos de Atlanta. Fuera de control, inocultable bajo los reflectores, su mano libre tiembla como electrizada. Primer plano del señor Parkinson, un viejo enemigo, el más agresivo entre los muchos que cosechó en su carrera.

La medalla de Roma marcó la irrupción gloriosa del entonces Clay en el tinglado mundial. Era un adolescente con algunos títulos amateur que autorizaban a vaticinar un gran boxeador. Lo que resultaba imposible predecir, en cambio, era que el moreno dócil que subió al ring dejaría allí mismo, y definitivamente, la inocencia.

El aura olímpica le duró lo que un suspiro. Comprobó que, en aquellos años, tener la piel oscura representaba, en los Estados Unidos, un rasgo diferencial mucho más poderoso que la destreza y los logros deportivos.

Alguien se negó a atenderlo en un restaurante para blancos de Louisville (estado de Kentucky), su ciudad natal, y, en ciega represalia, despecho inmediato, arrojó su medalla de oro al río Ohio.

Ali no se convirtió por eso en un militante social. Pero acaso se comprometió ante el espejo a que nadie más lo tomaría por tonto. No volvería a creer que su protagonismo deportivo, su anclaje en el show, lo colocaba en un pie de igualdad con los que sí tenían todos los derechos desde la cuna.

Así que, como los demás, se dedicó a actuar. De bocón, de camorrero, de maestro del autobombo, se convirtió en un gran personaje complementario del boxeador virtuoso, quizá el mejor de la historia.

Abrazó el islamismo al tiempo que, en 1964, llegaba a campeón mundial al derrotar a Sonny Liston. Y ya la escalada no tendría freno. Claro que su osadía, a diferencia de los gestos de algún otro, para la tribuna, lo privó de pelear durante tres años de plenitud.

Los vietcong nunca le habían dicho nigger, de modo que se negó a ir a la guerra. Era el modo en que se desquitaba del desengaño.

Sin más patria que su propia verba picante, a Muhammad Ali poco le quedó del espíritu olímpico. Fue, en cambio, un inigualable animador del box como espectáculo y negocio, del que se servía también para infiltrar tensiones políticas, la voz negra. Como en Kinshasa, cuando enfrentó a George Foreman.

Sus combates con Joe Frazier (ganó dos y perdió uno) fueron los mojones más dramáticos de su carrera y posiblemente de este deporte. El duelo, sangriento y episódico en el ring, resultó de por vida fuera del escenario.

Frazier odió hasta su último día al personaje agresivo compuesto con Ali. Él no había podido pasar de humillado a verdugo, y padeció como una obsesión invencible cada uno de los insultos recibidos por su rival. Y se llevó a la tumba la frustración de haber perdido en Manila sólo porque, contra su voluntad, alguien tiró la toalla cuando Ali estaba rendido.

Ya cansado y tembloroso, Ali se arrepintió de las agresiones a su clásico contrincante. Tarde. El pulso desquiciado de Ali, transmitido para todo el mundo, fue uno de los pocos momentos felices en los últimos años de Frazier.

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