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La herencia del viento

BUENOS AIRES -- Ambos nacieron con su color de piel a cuestas y en el estado de Alabama, el sur profundo de los Estados Unidos, zona de plantaciones esclavistas y una larguísima segregación racial al cobijo de la ley. Los dos se dedicaron al atletismo y consiguieron idéntica proeza en una competencia olímpica: cuatro medallas de oro.

Jesse Owens lo logró en el lejano 1936, en Berlín, donde jugó decididamente de visitante, bajo la atenta mirada de Hitler, quien pensaba afirmar la superioridad aria también en el terreno deportivo. Carl Lewis, el Hijo del Viento, lo hizo de local, en la cálida California, en los Juegos de 1984, cuya ceremonia inaugural comandó el vaquero conservador Ronald Reagan.

El mundo era otro, claro. Pero las consecuencias de un mapa dividido a fuego en dos pedazos se dejaban sentir en el teatro olímpico. Cuatro años antes, Estados Unidos había liderado el boicot occidental a los Juegos de Moscú. Ahora, era el bloque soviético el que se abstenía de participar, una gran ventaja para los anfitriones.

Si lo de Owens resultó heroico por el entorno político, la hazaña de Lewis tuvo que ver no sólo con aquella explosiva aparición, sino con la duración de su reinado.

Obtuvo, en total, diez medallas, nueve de ellas doradas, en los Juegos que se disputaron entre 1984 y 1996. Precisamente en esta última competencia, a los 35 años, se consagró tetracampeón olímpico de salto en largo. Semejante itinerario ha llevado a que muchos lo consideren el mejor atleta de la historia.

Nacido en 1961 bajo el nombre de Frederick Carlton Lewis, hijo de deportistas y hermano de deportistas, cuenta la leyenda que, curiosamente, de chico no demostraba talentos especiales para correr o saltar. Y hasta desarrolló con convicción su vocación artística y musical.

Probablemente todo cambió con el llamado estirón. Cuando el joven Carl perfiló el cuerpo de piernas interminables, que se deslizaba por la pista con un tranco de eficacia demoledora y plasticidad de bailarín exquisito.

En 1983, Lewis ya era un gran atleta consumado. Y así lo demostró en el Mundial de Helsinki, donde obtuvo tres medallas de oro: 100 metros, relevos 4x100 y salto en largo. Todos esperaban que al año siguiente repitiera su faena.

Y el bueno de Carl, además de ganar la medalla más preciada en las tres especialidades en las que era campeón mundial, sumó la de 200 metros. Una réplica exacta de la hazaña de Owens en Berlín, sólo que con otros tiempos: en los 100 metros, Lewis fue el único que clavó el cronómetro debajo de los 10 segundos. Alcanzó el oro con 9s99.

En la competencia olímpica siguiente (Seúl 88) llevó esa marca a 9s92. No obstante fue superado por Ben Johnson (9s79), quien perdió su medalla por doping. De modo que la tabla de los récords de Lewis indica que en su carrera, entre Juegos Olímpicos y Campeonatos del Mundo, acopió nada menos que 17 medallas de oro.

De hecho, sólo una vez ganó una medalla de otro material en Juegos Olímpicos: en los 200 metros de Seúl 88 escoltó a su compatriota Joe DeLoach.

Tal vez lo hizo para comprobar como se ve el mundo desde el segundo nivel del podio. Un hábito desconocido para quien, aún hoy, en medio de una revolución tecnológica al servicio del rendimiento atlético, sigue siendo el número uno.

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