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El partido que terminó dos veces

Estados Unidos festeja con locura. Al final, no había ganado: el partido debió continuar Getty Images

BUENOS AIRES -- "Eran los dos países más poderosos del mundo luchando por una supremacía, y en el básquetbol nosotros éramos los reyes. Queríamos asegurarnos de que ese mensaje fuera claro", explica Doug Collins, entonces base del equipo de los Estados Unidos y, años más tarde, entrenador de varios equipos en la NBA. Su razonamiento ayuda a entender por qué el 10 de septiembre de 1972, en la final olímpica de los Juegos de Múnich, ante la Unión Soviética, había mucho más en juego que un simple resultado deportivo.

La fortaleza estadounidense era innegable: habían ganado todos los oros olímpicos disputados hasta el momento y ostentaban un récord de 63-0 en la historia de la competencia. Esa noche, sentían que no se enfrentaban solamente contra sus rivales de turno. Pensaban que, además, tenían que superar a un organismo como la FIBA que ya parecía harta de coronar cíclicamente a los mismos campeones.

Y algo cambió. Algo, en un final extraño, turbio y polémico. Pero vamos por partes.

El equipo norteamericano nunca había perdido un partido internacional. De hecho, en aquel momento su seleccionado estaba completamente integrado por jugadores universitarios. Es decir: todos ellos jóvenes y relativamente inexperimentados. Aquel equipo soviético, en cambio, tenía hombres de gran envergadura y muchísimo roce. En una época en la que aún no existían los tiros de tres puntos, los europeos manejaron el ritmo del partido en base a transiciones lentas y ofensivas de media cancha para enloquecer e incomodar al corredor conjunto americano. Terminaron arriba en el entretiempo por 26 a 21.

El favorito estuvo en desventaja durante la mayor parte del encuentro. Cuando finalmente encontró su ritmo, acortó la brecha a sólo un tanto, con 10 segundos por jugar. Estaban 49-48 y la URSS tenía la posesión, pero un robo estadounidense y una falta sobre Collins hicieron que el tanteador se diera vuelta un par de tiros libres después. Los disparos que determinaron ese 50-49 se dieron cuando restaban apenas tres segundos en el reloj. Y allí comenzó el escándalo.

A primera vista, lo que sucedió fue lo siguiente: en la útima jugada del encuentro, la URSS sacaba desde el fondo de la cancha, tras un tiempo muerto pedido por su entrenador. El primer pase llegó a destino, pero cuando el jugador que recibió la pelota intentó buscar a un compañero ubicado cerca del aro, sonó inmediatamente la chicharra que marcaba el final del encuentro. No le alcanzó al equipo mimado del comunismo, que cayó ante el monarca de siempre. Los norteamericanos festejaron con locura. La remontada se había dado contra un rival que también era político, en plena Guerra Fría. El público era una locura, comenzó a ingresar en su celebración al rectángulo de juego. Estados Unidos había ganado por apenas un punto: 50-49.

Sin embargo, no. Nada era lo que parecía.

De pronto, los jueces comenzaron a hacer señas. No se había terminado el juego. Se trató de un error en el reloj. En realidad no habían transcurrido los tres segundos disponibles para ese último intento. Los jugadores estadounidenses comenzaron a echar a los intrusos del campo de juego en medio de la confusión. Los altoparlantes anunciaron que aún quedaba tiempo para una jugada más.

Entre la incredulidad general y tras el impacto anímico recibido por el equipo americano, se reanudó el partido. Los soviéticos volvieron a sacar del fondo y otra vez buscaron un pase largo. Esta vez el increíble pelotazo de Ivan Edshenko llegó a destino: Alexander Belov recibió la pelota solo tras la caída del defensor Jim Forbes y logró una bandeja que llevó la euforia de la celebración hacia el otro costado. Esa canasta selló el marcador que quedó en la historia: 51-50.

El partido, básicamente, se ganó dos veces: una de cada lado. La última sonrisa era la que valía. Y era soviética.

Las explicaciones posteriores echaron un poco de luz sobre el asunto, pero no demasiada. Los soviéticos habían intentado pedir un tiempo muerto entre cada tiro libre de Collins (algo que según los estadounidenses no estaba permitido), realizaron el saque de rigor tras la conversión y finalmente obtuvieron ese tiempo fuera con poco más de un segundo en el reloj. En ese momento, el Dr. Willam Jones -secretario británico de la FIBA- intervino para decir que la mesa de control había demorado demasiado en detener el tiempo, y que en realidad debían jugarse tres segundos. Cuando se reanudó el juego, la chicharra sonó como si el partido se hubiera terminado. Pero eso sucedió porque el reloj todavía no se había reiniciado. Los árbitros se habían apresurado al hacer re-comenzar el encuentro y la chicharra había sonado apenas 50 centésimas depués. Por eso los americanos creyeron que el partido se había terminado con el marcador a su favor. Tuvieron que volver a poner en juego el balón, con los tres segundos determinados por el árbitro y por el directivo que controlaba el desarrollo del encuentro.

Entre uno y otro saque, el equipo estadounidense quiso dejar la cancha: para los jugadores, ellos ya habían ganado. Los jueces les advirtieron que se consideraría un abandono por su parte en caso de que abandonaran la acción. Tras el final definitivo, los perdedores -que en un punto de la noche habían festejado, literalmente, su séptimo título olímpico consecutivo- no podían aceptar la decisión que dictaminaba su derrota.

Heridos en su honor, los universitarios representantes del capitalismo se sintieron estafados. A tal punto, que decidieron no aparecer en la entrega de medallas. Por primera vez en la historia, un podio quedó con un lugar vacío.

Hoy, 40 años más tarde, esas preseas plateadas siguen en una caja fuerte de Lausana, en Suiza. Kenny Davis, miembro de aquel plantel, dejó estipulado en su testamento que ni sus hijos ni su esposa pueden recibir jamás la medalla como herencia.

Se trata, para él, de un recordatorio negativo. De una estafa. La noche en que salió todo mal. La noche de la primera derrota americana, contra el rival indeseado. Se trata, sin más, de una vergüenza de plata.