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Una historia de festejos

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BUENOS AIRES -- La modernidad se coló, como no podía ser de otra manera, en las ceremonias de inauguración de los Juegos Olímpicos en la década del '90 para nunca más ausentarse. En el lugar de los hechos, las fiestas fueron impactantes. Aquí, una reseña de las aperturas de Barcelona '92, Atlanta '96, Sidney '00 y Atenas '04.

BARCELONA 1992
BARCELONA, España.- Miles y miles de alegres turistas llevando banderitas de sus respectivos países inundaron Barcelona y realzaron con sus cantos y sus gritos de aliento a los Juegos Olímpicos.

El atardecer comenzaba a insinuarse. Las voces de Montserrat Caballé y de José Carreras envolvían el ambiente. Empezaba a perfilarse la ceremonia inaugural. Aún resonaban el tañir de las 4.000 campanas de Cataluña, anunciando que en la colina de Montjuic se iniciaba la fiesta.

Ochenta músicos hacían sonar la fanfarria olímpica. Aún impactaba el prólogo, esa melodía de Barcelona que Freddy Mercury dejó como su último legado. Montserrat Caballé y José Carreras cantaban "Sed Bienvenidos", mientras seiscientos bailarines se movían al ritmo de una sardana.

Las miradas estaban puestas en las mujeres de faldas con vuelo y enaguas rígidas. Y tras ellas 360 tambores del Bajo Aragón descendieron por las gradas. Trescientos músicos bajaron por la misma tribuna y se hizo fuego el ritmo del flamenco.

"Te quiero morena. Te quiero como se quiere a la gloria...". Plácido Domingo magnetizaba con esa canción de amor. Resonaron las palmas al compás de la música sevillana. Cristina Hoyos contorneó su cuerpo sobre un caballo negro y partió al galope.

Impresionante. El campo se convierte en agua con oleaje. Es el Mediterráneo, mar olímpico, y Hércules héroe de los héroes sirvieron como base del espectáculo, en una ingeniosa interpretación de la fundación de Barcelona, la música del griego Mikis Theodorakis. Por él navega un barco que partió simbólicamente desde Atenas 700 años antes de Jesucristo y, después de toparse con diferentes monstruos durante 27 siglos, llega a la universidad de Barcelona.

El arquero lanzando su flecha para encender el fuego olímpico, que se prendió igual a pesar de no dar en el blanco, porque un aparato accionó la abertura del gas y el chispero necesario para dar vida al fuego.

Y un final a toda orquesta con Plácido Domingo, José Carreras, Alfredo Kraus, Montserrat Caballé, cuyo cierre tuvo una versión incomparable de la Habanera de Carmen, para conformar una ceremonia mezcla de emociones, de representatividad, de imaginación, de música y de canto. Grandioso en todo sentido.

ATLANTA 1996
ATLANTA, Estados Unidos.- Las luces se apagaron en el Centennial Olympic Stadium. Súbitamente la pantalla gigante que custodiaba una de las tribunas se encendió y la cuenta regresiva comenzó con la imagen de los primeros Juegos modernos. Transcurrieron unos segundos e inmediatamente Atlanta `96 dejó de ser una ilusión para convertirse en un muestrario de sensaciones casi imposible de describir. Se erizó la piel, se sacudieron los cimientos del estadio... los Juegos Olímpicos del centenario estaban ahí al alcance de la mano por más que no se tratara de una majestuosidad material.

Hubo show. No podía faltar. Estuvieron presentes todos los mitos de la cultura sureña norteamericana: la música negra (Gladys Knight interpretó el inevitable "Georgia onmymind"), las "cheerleaders", la industria automotriz y, por supuesto, Martin Luther King, quizá el personaje de mayor dimensión mundial en la actualidad. Se lo proyectó leyendo su famoso discurso "He tenido un sueño".

Ingresaron las delegaciones, Argentina en el octavo lugar, con Carolina Mariani (abanderada). Ricardo Rusticucci y Gabriela Sánchez (escoltas). Se distribuyeron en el campo de juego. Unos minutos antes de la entrada de la antorcha olímpica, lo hicieron 32 héroes de anteriores ediciones; entre las presentes se encontraban, la australiana Dawn Frazer, la rumana Nadia Comaneci, el gimnasta ruso Vitali Scherbo, los estadounidenses Bob Beamon, Carl Lewis o Greg Luganis, conformando el camino por donde iban a pasar los relevos de la antorcha hacia donde la esperaba el incognito encargado de encender en lo alto el pebetero.

Y allí estaba él.Cuando a los 18 años ganó la medalla de oro de los semipesados en los Juegos de Roma 1960, se llamaba Classius Clay y, al volver a Louisville, la arrojó al río Ohio, desde el puente Jefferson, para evitar la saña de un grupo de blancos que lo perseguía para quitársela. Y, al hacerlo, expresó: "Total es ordinaria como cualquier objeto".

Ahora, 36 años más tarde, atacado por el mal de Parkinson, regresaba a la escena olímpica, como Mohammad Alí, no para recuperar la medalla perdida.

Las manos y los brazos temblorosos, su enorme silueta vestida de blanco, recortada en la noche. Y, enseguida, el mágico instante que acercó la antorcha a la guía invisible al cielo oscuro, para hacer brillar, tras un mágico serpenteo, el fuego olímpico en el alto pebetero.

Ahí estaba él, para sorprender al mundo, para ser el protagonista del momento más excitante del día, para expresarse con la firmeza de su mirada desafiante como siempre. Era la medianoche. Alí iluminaba los corazones con la llama de la entereza. Anudaba las gargantas para decir sin hablar: aquí estoy, sigo siendo un grande. Era el símbolo ideal de las premisas olímpicas para poner fin a los actos tradicionales de la ceremonia inaugural.Y los fuegos artificiales surcaron el cielo de Atlanta.

SYDNEY 2000
SYDNEY, Australia. - Australia le mostró al mundo miles de imágenes, de significados, de mensajes, en la ceremonia inaugural realizada en el Estadio Olímpico de Home bush Bay, en las afueras de la ciudad. Fueron cuatro horas y 25 minutos inolvidables. Porque pese a la razonable meseta en la que entra toda fiesta cuando se produce el ingreso de más de 10.000 atletas, algo distintivo acompañó a este espectáculo multicolor y fastuoso: en ningún momento declinó.

Siempre mantuvo con la excitación a flor de piel a los aussies -la denominación de los australianos-, que participaron activamente de cada instante, asumiendo un papel protagónico vital.

Sydney impactaba con su belleza, su abanico de propuestas cautivantes y su colorido ambiente de fiesta. ¿Cómo no iba a impactar la ceremonia inaugural unida por pantallas de televisión a cuanto sucedía en la Bahía (Sydney Harbour Bridge y Sydney Opera House).

Empezó el conteo, coreado por quienes tenían el privilegio de estar en las tribunas. Diez, nueve, ocho... dos, uno, cero.

Exhibió lo suyo por medio de la historia, desde el comienzo mismo, con 120 jinetes portando la bandera del país, formando, la primera de la docena de veces que se verían en la jornada, los cinco anillos olímpicos. A partir de ahí, todo fue efectos, maquinaria, color y energía. Con 16 actos, 12.600 personas en escena.

En ellos quedaron expuestos el amor de Australia al océano y cómo maneja los sueños la humanidad, simbolizado en esa notable obra -"Soñando en la profundidad del mar"- en la que una niña desenvuelta de 13 años, Nikki Webster, casi siempre acompañada por un danzador aborigen, Djakapura Munyarryun, nada en el aire en busca de la superficie; también el despertar de los espíritus, la utilización del fuego, uno de los principales símbolos de la cultura aborigen que tan bien se ha cuidado de destacar el director artístico (David Atkins); el valor de la naturaleza, por medio de la flora y la fauna.

Otro momento de excepción fue la puesta en escena de Tin Symphony, inspirada en las tareas rurales de Australia, de cuyas fuentes construyó sus cimientos para llegar a lo que es hoy. Aunque el símbolo mayor se encuentra en la pieza "Arribos", que marca la receptividad de una nación a todas las culturas, razas, credos y religiones. Un lugar para el que quiera vivir, en el sentido literal de la expresión. Africa, Asia, Europa, América y Oceanía, todos tienen su presencia en Australia y quedó bien reflejado.

Sobre el final, el progreso, en una puesta a todo ritmo, bien informal, con el tap. Para hacer mover los pies de la multitud y responder a la requisitoria con la mejor voluntad: por enésima vez el estadio exhibe millares de luces rojas y amarillas agitándose, gracias a implementos que cada uno encontró en su asiento en una cómoda valija plástica, a la usanza de aquel electricista del barrio.

Una bandera gigante que baja de una cabecera y cubre a todos los atletas en la cancha, con los anillos dibujados en la parte exterior. Las leyendas australianas y la antorcha que, de seis figuras siempre de raza blanca, termina en manos de una deportista en ascenso, candidata a hacer historia en cualquier momento, de raza negra: Cathy Freeman. La unión y una bofetada al racismo en tiempos de difícil convivencia en muchos países. Australia no apostó ni a la espectacularidad de un flechazo, como Barcelona, ni al corazón, como Atlanta, por medio de Muhammad Ali. Jugó su señal a la integración.

El pebetero que sube mecánicamente luego de que Freeman lo encendió parándose sobre el agua y debajo de una cascada artificial, pero real en su contenido líquido. El único toque tecnológico en 265 minutos de fiesta.

En ese último acto tradicional existió una falla, advertida sólo por quienes estábamos al costado del escenario. Freeman, parada en el centro de una cascada artificial, colocó la llama en una especie de ascensor que debía conducirla al alto pebetero. Cuando quisieron ponerlo en movimiento, se trabó. La atleta permaneció inmóvil, el estadio estaba en silencio, pasaban los segundos, los minutos, la orquesta repetía la partitura, el agua desbordaba y, cuando ya cubría los pies de los músicos, el ascensor se elevó ovacionado por el público, acompañado por los fuegos artificiales encendidos en el Houborg Bridge y que se veía y oía a través de las gigantes pantallas de televisión.

Y, para cerrar la inolvidable jornada, el impactante regreso de los atletas caminando a la Villa, cobijados por las estrellas de una noche templada, en una compacta y alegre caravana, en la que se codeaban idiomas y razas en una unión plena de felicidad, porque los Juegos del Milenio ya estaban en marcha y había llegado la hora de poner los músculos en acción.

ATENAS 2004

ATENAS (Enviado especial de ESPNdeportes.com) -- Subamos la cuesta que arriba está la fiesta. Ilusionado subí la cuesta. Herméticamente, como si fuese un tesoro, había aguardado el contenido de una ceremonia inaugural plena de promesas. La intriga me dominaba en mi andar hacia el Estadio Olímpico, cuya cubierta, diseñada por el arquitecto español Santiago Calatrava, impactaba a medida que uno se acercaba.

El campo estaba cubierto de agua. Una magnífica idea para alentar mayores esperanzas. El tradicional conteo y al llegar a cero, un cometa cruzó el espacio, un rayo tocó el espejo de agua, símbolo del Mediterráneo, brotando el fuego para formar los cinco aros olímpicos. Sensacional.

Después el retumbar de cientos de tambores y un niño navegando en un bote. Una singular lucha de redobles entre el principal de la banda y un hombre en la pantalla. Muy, muy buenos.

Tras el ceremonial izamiento de la bandera griega y su himno, el espectáculo continuó su curso. La majestuosa figura de un centauro fue avanzando, mientras en un alarde tecnológico asombroso se desmembraban las gigantescas escultoras griegas en el espacio, para conformar un viaje alegórico de evolución de la mente humana, con partida en la mitología hasta llegar a la lógica del pensamiento.

El silencio imperaba en el estadio. Hipnotizado seguía las evoluciones del dios del amor Eros sobrevolando a una pareja de bailarines para contagiarles la pasión. Los símbolos tradicionales de la tradición helénica entraban en acción en un carrusel incesante de imágenes milenarias, personificadas por hombres y mujeres como si fuesen Atenea o Zeus. Espectacular en todo sentido.

Luego la alegría de los atletas y las coloridas vestimentas de los distintos países, asemejando un competitivo desfile de modas. Los rostros de felicidad de los abanderados. Detrás de cada bandera el desborde era descomunal, digno de una juventud pronta a competir.

El final de siempre. Los discursos. Los juramentos, esta vez con equivocaciones. Y el momento esperado. Descendió la cúpula de un cohete y el yachtman griego Nikolaos Kakkamanakis, medallista dorado en Atlanta 96, colocó la llama y, al tomar fuerza la misma, la emoción exploto en una ovación.

Mientras bajaba la cuesta pensaba. Después de 766 años había regresado la mitología a Atenas, en un cautivante espectáculo. Me hubiese gustado saber las opiniones de Sócrates, Aristóteles, Arquímedes y la del Pierre de Fredy, barón de Coubertin, que seguramente habrán tenido una ubicación de privilegio.

Coubertin habrá estado feliz al recordar sus luchas, a aquellos 13 países de 1896 frente a las 202 naciones actuales, al observar a un coreano del norte y otro del sur llevando juntos una misma bandera, mientras los dirigentes caminaban con los brazos tomados de la mano, en una paz que logró el deporte ante la incapacidad de los políticos.

El fuego ardía en el pebetero futurista y minimalista diseñado por el talento de Calatraba. Los XXVIII Juegos de Verano de la Era Moderna estaban en marcha y Grecia los disfrutaba derramando felicidad por ser dueña de estar organizándolos.

¿Cuál fue la mejor la mejor?

De Beijing 2008 no puedo dejar una constancia real, porque la observé por TV y al principio de esta nota manifesté que no es lo mismo seguirla sentado en casa que vivirlo en el estadio. Sobre ella, los colegas escribieron notas considerando a la inauguración como maravillosa. Después los organizadores admitieron que parte de los actos habían sido filmados de antemano y lo editaron para ser mostrado como si estuviese sucediendo en ese momento, en un alarde tecnológico de alto vuelo.

Así, al darse a conocer esa situación murió aquel final de los comentarios laudatorios de la apertura: "Ante semejante exhibición, ¿cómo se arreglará Londres 2012?"

Respecto de la constante pregunta, ¿Cuál ceremonia inaugural fue la mejor? Mi respuesta es: "Son todas. Pero si desea diferenciar a una, depende de su gusto. Por mi parte no tengo preferencias, pues cada una de las ocho me dejó un recuerdo especial".

Esto es todo. Que se sepa.

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