Alejandro Caravario 12y

La gloria y el fraude

BUENOS AIRES -- El récord se había convertido en una rutina, y las nadadoras alemanas del Este pulverizaban a las rivales merced a sus cuerpos imponentes.

Ése era el panorama durante los Juegos de Montreal, en 1976. La gran estrella de aquella generación, Kornelia Ender (1,80 metro; 75 kilos), de 17 años, subía al podio a recibir la medalla por su victoria en los 100 metros mariposa y, media hora más tarde, celebraba el triunfo en los 200 metros libres, con récord mundial incluido.

Ender cosechó en aquella competencia cuatro medallas doradas y una plateada, el eslabón más refulgente de su paso asombroso por las piletas del mundo, en las que se cansó de obtener trofeos.

En su debut olímpico, en Munich, se llevó tres medallas de plata, con sólo 13 años. Además conquistó ocho campeonatos mundiales y cuatro competencias europeas, además de bajar récords mundiales en 23 ocasiones. Demasiado para una chica que se inició en la natación simplemente para combatir un problema de cadera.

Nacida en Plauen, en 1958, Kornelia casi no tuvo tiempo, en su corta infancia, de decidir una vocación deportiva. Los reclutadores de talentos la enviaron a una escuela especial de natación de Halle, donde el duro entrenamiento en las aguas se completaba con sesiones de gimnasia y de pesas.

Las inyecciones supuestamente regeneradoras también formaban parte de la preparación que la República Democrática de Alemania, en épocas de Guerra Fría, tenía reservada a sus atletas de elite.

Durante los años setenta y ochenta, aquel Estado que se proclamaba socialista apostó fuerte a la alta competencia para exhibir logros y poderío. En su presentación en los Juegos de México, con su escasa historia como nación independiente, Alemania del Este consiguió el quinto lugar.

En Munich, avanzó al tercer puesto, detrás de la Unión Soviética y Estados Unidos, y cuatro años más tarde -en el apogeo de Kornelia Ender y los equipos de natación-, los alemanes quedaron segundos, con 40 medallas de oro, relegando a la tercera colocación a los americanos.

Las actuaciones triunfales -y la política de Estado que las sostenía- perduraron hasta Seúl 88, cuando Alemania Democrática escaló al segundo lugar, otra vez como escolta de los soviéticos, con la descollante participación de otra nadadora, Kristin Otto, sucesora de Ender (se retiró luego de Montreal 76), quien acaparó seis oros.

La caída del Muro de Berlín acabaría, entre otras cosas, con la preeminencia del deporte como causa nacional. Y, al mismo tiempo, saldrían a la luz, aunque no con la contundencia necesaria, la contribución de ciertas drogas prohibidas (en especial los esteroides anabólicos) en el programa de entrenamiento que, según investigaciones académicas, comprometía al propio Ministerio del Interior.

El festival de esteroides (digno de sospecharse por la musculatura y la voz grave de las adolescentes dedicadas a nadar) fue reconocido un largo tiempo después por algunos entrenadores, que prefirieron no dar nombres de las atletas involucradas.

Kornelia Ender admitió haber recibido muchas inyecciones, aunque aclaró que no conocía su contenido. Y, en todo caso, por edad y por presión del régimen, tampoco tenía opciones. Estaba condenada a que la gloria se confundiera con el fraude.

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