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El príncipe insatisfecho

BUENOS AIRES -- "Antes de los partidos, los árbitros dicen que van a proteger a los jugadores de más calidad, pero a mí me dan un palo como el de hoy. Creo que es porque soy rico, guapo y un gran jugador. Me tienen envidia, no hay otra explicación".

Indignado, aunque sin perder la elegancia ni alterar la impecable curva de su jopo, Cristiano Ronaldo explicaba por qué el mundo se le presenta hostil tan a menudo.

Si bien produce algún escozor la impúdica vanidad del jugador portugués, habría que acordar con él en lo principal. La verdad, los valores que él reconoce ante el espejo son indiscutibles. Tiene plata para tirar, es un futbolista talentoso y también un bello ejemplar sexualmente ambiguo, algo que seguramente expande el mercado de su seducción.

También es probable que los dones con que natura lo bendijo y su éxito sostenido esparzan la envidia, el odio y la idolatría, sentimientos en apariencia contrapuestos pero pertenecientes todos a la familia de la carestía. Son efectos dispares, en el público, de la opulencia ajena.

Ahora bien, acosado por los hinchas de Dinamarca, que le gritaban "Messi, Messi" cada vez que tocaba la pelota en una partido de la Eurocopa, Cristiano explotó ante los micrófonos y acusó al argentino poco menos que de fracasado. "Él, a esta altura, ya había sido eliminado de la Copa América, en su país".

No conforme con ese descargo, en el cruce con República Checa volvió a mostrar la hilacha. Luego de meter un gol, envió un beso, con la cara pegada a la cámara de la televisión y, según se le pudo leer en los labios, la dedicatoria fue para Messi.

Del otro lado del océano (y de las conductas públicas), Messi se tomaba unas cortas vacaciones y decía no tener ningún comentario para hacer acerca de las declaraciones y gestos de su antagonista por excelencia.

La competencia obsesiva que el portugués demuestra con su colega en ejercicio del reinado global parece responder a un guión previsible. Ronaldo sólo hace su parte de villano.
Y allí donde Messi es cordial y modesto, Ronaldo se comporta antipático y egocéntrico. Contra la timidez, él desenvaina su prepotencia narcisista.

Uno podría pensar en la construcción más o menos paciente de un personaje, si no fuera porque en la cancha es exactamente igual: un hombre obnubilado por lograr una relevancia excluyente. Claro que su lucimiento salpica al equipo, que por este motivo (muy buen motivo) conserva la tolerancia hacia un compañero autista por propia decisión.

Pero hay algo que no cierra en esa perfección que invoca Ronaldo. Hay algo que está por encima de la destreza, de su apostura masculina y de su cuenta bancaria. Un cabo suelto, algo que no lo deja descansar en paz.

¿Querría Cristiano Ronaldo canjear su porte de efebo y su jeta de modelo por la talla escueta y la cara de niño poco espabilado de Messi? Nunca se sabe.

En cualquier caso, Ronaldo no es enteramente malo. Padece, como esos príncipes solitarios, saciados hasta el aburrimiento, de un paradójico vacío por exceso. Una abrumadora insatisfacción sin causa. Él prefiere llamarla Messi, pero sólo para hacerla reconocible. Y no volverse loco buscando en su vergel donde, se supone, sólo deberían germinar maravillas.

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