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La hora del duelo

El soporte físico de los deportistas contrasta con la dimensión épica en que queremos perpetuarlos AP

BUENOS AIRES -- Apenas regresó a la Argentina, Emanuel Ginóbili fue forzado a esbozar una hipótesis acerca del futuro. ¿Seguirá en la Selección Argentina?, ¿llegará al Mundial de 2014? "Todavía no lo sé", dijo el jugador de los Spurs en pleno aeropuerto, con cara de sueño, más interesado en descansar junto a su familia que en imaginar el porvenir.

Claro, los periodistas fueron a buscar a Ginóbili porque es el representante más prominente –y por lo tanto el símbolo indiscutido- de la llamada Generación Dorada, esa especie de espejismo deportivo del que nadie quiere despertar.

Tras la derrota con Rusia en los Juegos Olímpicos, los periodistas se comportaron como caballeros. Y no escatimaron elogios para un equipo que, dijeron, a pesar de la veteranía, demostró que el fuego sagrado, la jerarquía que los llevó desde los arrabales del básquet a tomar la gloria por asalto, seguía en su lugar. El dignísimo cuarto puesto, que por poco no fue bronce, corrobora esa hipótesis.

No obstante, los expertos, al igual que con Las Leonas, aplicaron la racionalidad de los procesos, la lógica del esplendor fugaz (diez años no es nada) para concluir, con toda razón, que el ciclo de esta horneada de cracks estaba cumplido.

Unos se van, otros más jóvenes llegan a tomar la posta, a conservar calentito el lugar que supimos conseguir. Suena muy elegante, muy civilizado y coherente, pero el asedio a Ginóbili en Ezeiza parecía desmentir tanta razón cartesiana y expresar el sentimiento de un hincha.

La inocente pregunta "¿Vas a seguir?" acaso debe leerse: "Prometé que vas a seguir, que todos van a seguir para siempre". Algo así, radical, fantasioso, una demanda velada pero acorde con la talla titánica de los personajes en cuestión.

A diferencia de los políticos (aún de los mejores), los héroes deportivos no representan la voluntad de su pueblo, no sus delegados. Representan una dimensión utópica que se expresa en el tinglado deportivo. Allí donde todo tiene otro significado y el resultado de una final (un mero partido) equivale a la gloria. Es decir, el punto culminante de la felicidad y el orgullo.

Esos "representantes" no se recambian como las piezas del auto. No porque los jóvenes que esperan su turno no vayan a estar a la altura de los padres fundadores. Sino porque es el fin de una experiencia maravillosa cuyo origen data del Mundial de Indianápolis 2002. Entonces, antes de celebrar la renovación, hay que asumir el duelo.

Por más que se afirme que la etapa de esplendor está cumplida, absorber la pérdida es un trabajo arduo. El soporte físico del que dependen los deportistas contrasta con la dimensión épica en que queremos perpetuarlos. Es el famoso dolor de ya no ser al que se refiere la metafísica tanguera.

El eterno retorno de Maradona (al Sevilla, a la Selección, a Newell's, siempre había un renacimiento milagroso) fomentó la ilusión de que el retiro era imposible. Que siempre habría una revancha. Una esperanza de resurrección. Si finalmente el público ha digerido el adiós es porque transfirió la idolatría a un fenómeno semejante, Lionel Messi.

Con los Juegos Olímpicos aún frescos, los fans no parecen estar en condiciones de pensar en una nueva función sin la Generación Dorada. En dos años, Ginóbili tendrá apenas 37. ¿Cómo no va a estar?