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Adjetivos de compromiso

BUENOS AIRES --
En una sociedad transgresora por naturaleza, el reconocimiento reiterado a Vélez cae un poco pesado.

Como si se elogiara al preferido de la maestra. Un canto a la coherencia, el respeto y los proyectos. Es decir valores que, para el apetito romántico argentino, que aprecia la improvisación y la desmesura, pueden sonar un poco sosos.

Es cierto que Vélez hace de la seriedad un credo. Y defiende el perfil bajo como parte de un profesionalismo que le ha dado más títulos que a nadie en los últimos veinte años.

También aboga por la continuidad de criterios aunque cambie la dirigencia y por la planificación deportiva a gran escala, con un manager que sabe cuál es su función específica y la desarrolla con pericia.

Esta fortaleza institucional le ha deparado un lugar entre los grandes, aunque algunos, por conveniencia y sin ningún censo deportivo que los avale, aleguen que para pertenecer a ese selecto grupo hay que acreditar una multitud de hinchas que Vélez no tendría. Pavadas.

El supuesto tono gris que se le atribuye con malicia a Vélez (y a su público, descripto como "de clase media", es decir poco pasional), suele trasladarse al fútbol.

Y ahora que Vélez volvió a salir campeón, se escucha que, más allá de la regularidad, el orden y algún otro atributo igualmente falto de heroísmo, el equipo conducido por Ricardo Gareca no ha demostrado demasiado.

Pocos discuten la justicia de la vuelta olímpica. Pero cuesta encontrar adjetivos que aludan al brillo y al talento. Como si Vélez hubiera llegado adonde llegó en este Torneo Inicial sólo por ser el menos desparejo, el más previsible. Lisonjas más apropiadas para una compañía de seguros que para un grupo de deportistas de elite. Las loas oportunas para la institución pierden fuerza cuando se aplican al equipo.

Hace tres años lamenté en este espacio el campeonato que Vélez le arrebató en un raro partido a Huracán. Aquel memorable equipo de Cappa era, a todas luces, la expresión más elevada del fútbol doméstico, de modo que el título no quedó en manos del mejor.

Ahora es muy distinto. Qué equipo desplegó un juego más plástico, ofensivo y armónico que Vélez. Qué delantero insinuó una jerarquía semejante a la de Pratto, por poner sólo un nombre de categoría infrecuente.

Sin tirar la casa por la ventana, Vélez se las ingenió para recomponer sus filas diezmadas. La partida de pilares como Augusto Fernández y el Burrito Martínez habría sido motivo de desconsuelo y frustración para clubes acostumbrados a resolver sus deficiencias a golpes de chequera, guiados a veces por intereses de terceros.

Vélez, como siempre, puso el ojo en la periferia, en jugadores de potencial eficacia y razonable cotización. Y en las inferiores. Así armó un equipo campeón. No de emergencia, campeón. Consistente y con vuelo.

Mientras River evalúa el desembolso de los millones que no tiene para satisfacer las exigencias de Ramón Díaz, Vélez aplica su receta infalible con resultados a la vista. En el fútbol, como en todas partes, la inteligencia es un bien escaso.

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