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Me declaro culpable

BUENOS AIRES -- Es evidente que la estrategia de sembrar campeones del mundo de 1986 como entrenadores de los distintos seleccionados no ha tenido éxito.

Luego del feliz proceso encabezado por José Pekerman, la AFA pensó que la gloria de México, debida en gran medida a los mediodías sobrehumanos de Maradona, salpicaría a otros equipos, así como los hijos heredan algunas virtudes físicas y de carácter de sus padres.

Aun con escasos antecedentes, pero con la gran ventaja de pertenecer al riñón del bilardismo –un linaje por lo menos ineficaz atrincherado en AFA sin otras razones que el lobby y el amiguismo–, Marcelo Trobbiani, exquisito jugador en sus tiempos, y Oscar Garré le pusieron la cara a lo que hasta ahora es un papelón.

En sus tres presentaciones, el equipo argentino sumó un solo punto, producto del empate 2-2 con la modestísima Bolivia. Partido para el cual la dupla de entrenadores decidió seis cambios, después de las derrotas frente a Chile y Paraguay.

Sin embargo, la presentación arrojó el mismo resultado decepcionante: un equipo impreciso por nerviosismo, forzado a ganar de prepo, sin luces creativas sin garantías en defensa.

Tal vez se exageró la influencia de jugadores como Centurión, Vietto, Iturbe, Lanzini y Alan Ruiz (leí en algún lado el mote disparatado de "cinco fantásticos"), promesas creíbles pero aún incapaces de aportar un capital decisivo, sobre todo sin un fuerte libreto colectivo y en un torneo donde los chicos no parecen sacarse demasiadas ventajas.

En la Argentina, se juntan tres o cuatro jugadores de buen pie y ya creemos que se formó el dream team. Y que la inextinguible fertilidad de los potreros y sus equivalentes modernos siempre proveerá grandes maestros de la gambeta, reproducirá la genética maradoniana y así seremos campeones.

Pues bien, la ilusión acaba de chocar con otra función continuada de inanidad disfrazada de "proyecto". Un equipo al que no pueden salvar los cracks porque no los hay y que no esboza la menor señal de tener un plan y un lenguaje para ejecutarlo.

Veremos qué dicen Bilardo y la familia Grondona, capos perennes de un fútbol que tiende peligrosamente a vivir del pasado.

Por lo pronto, Trobbiani ha hecho lo que otros técnicos: posó de corajudo, de buen líder que se hace cargo del naufragio de la nave que conduce.

"El único responsable soy yo", ha dicho Trobbiani. Es loable que no les pase la pelota a otros ni diluya su impericia mentando alguna fatalidad o persecución.

Claro que esa debería ser la primera frase de una larga explicación. Ya sabemos que Trobbiani es el responsable. Ahora queremos escuchar una autocrítica que no sea de ocasión. Un análisis que entre en pormenores, partido por partido, sobre las acciones derivadas de esta responsabilidad.

Trobbiani se confiesa como el culpable de un crimen. Pero si ha de asumir una falta, es necesario saber cuál fue. De lo contrario, este sonoro fracaso no tendrá siquiera un suplemento didáctico.

Es hora de dar razones. Los años de fútbol y los saberes de experto le permitirán a Trobbiani extraer conclusiones a las que el público y los observadores no podrían llegar. Sería muy provechoso que alguien se las pidiera.

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