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¿Cómo conciliar muertes en el ring?

Pedro Alcázar (der.) falleció luego de un combate ante Fernando Montiel en el 2002 Getty Images

Fui al Atlantic City Medical Center junto a un puñado de periodistas con semblantes tristes que esperaban recibir buenas noticias acerca de Freddy Bowman, un boxeador preliminar que había caído en coma tras una derrota por nocaut técnico ante Isidro "Gino" Pérez. El combate había terminado parejo en las puntuaciones luego de cinco asaltos, pero en el sexto el entrenador de Bowman, Gene Minor, notó que algo le sucedía a su boxeador y le hizo señas al árbitro para que detuviese la pelea. Bowman, un boxeador de peso ligero de 24 años y oriundo de Wiston-Salem, N.C., logró caminar de regreso a su camerino por su cuenta, solo para colapsar mientras se desataba las botas y comenzar a echar espuma por la boca.

No se aproximaban buenas noticias en esa tarde fría de febrero y salimos del hospital arrastrando los pies en silencio, sabiendo que las cosas probablemente no iban a terminar bien para Bowman. Había sufrido un sangrado cerebral y, a pesar de tres operaciones, nunca retomó la conciencia. Freddy permaneció en coma por más de un año antes de finalmente morir en marzo de 1982. En una coincidencia obscura, Pérez se enfrentaría a un destino similar, muriendo de lesiones cerebrales seis días después de su derrota por nocaut ante Juan Ramón Cruz en septiembre de 1983. Tal es la maldición del boxeo profesional, una actividad en la cual los concursantes en ocasiones son llamados a pagar el precio máximo por su participación.

A veces, mientras se observa una pelea, uno puede presentir que algo malo está a punto de suceder. Comienza con una sensación extraña interna que podría empujarte a involuntariamente a gritar. "¡Detengan la pelea!" o palabras similares se despenden de tu boca cuando la ansiedad se vuelve insoportable. La diferencia entre una buena pelea y una tragedia puede ser muy pequeña, y el miedo que se cocina en tus instintos es en ocasiones una falsa alarma -- pero no siempre.

Hay fatalidades en el cuadrilátero que te toman por sorpresa, aunque no debieron. Nunca pensé por un momento que Jody White ni que Pedro Alcázar estaban en peligro mortal cuando me pasaron por el lado caminando de vuelta a sus camerinos luego de las derrotas ante Curtis Parker y Fernando Montiel, respectivamente. Ambos murieron de lesiones cerebrales -- White en la noche de su derrota y Alcázar, dos días después.

Todos sabemos lo que está en juego, pero luego de que el shock inicial de una muerte en el cuadrilátero se desvanece, y se sosiegan los señalamientos de culpa y el luto, generalmente decidimos no pensar en ello mucho más. No es que eso ayuda. La posibilidad de un desastre péndula sobre el anillo de premio como un velo invisible que periódicamente nos recuerda de la desagradable posibilidad que preferimos olvidar.

El boxeo lucha contra el abuso de substancias para mejorar el rendimiento, las organizaciones alfabéticas corren frenéticas, comisiones débiles, decisiones horrendas, estándares médicos inadecuados e inconsistentes, etc. Pero el problema más profundo es rara vez discutido. Es como si algo se hubiese decidido en el camino hace mucho tiempo atrás y no había más que decir. Nada más que hacer. Cierto, la mayoría de los dilemas con los que se enfrenta la ciencia podría teóricamente ser resueltos, pero el nudo de Gordian del boxeo permanecerá por siempre desenredado. Siempre y cuando la gente se golpee entre sí en la cabeza, algunos de ellos morirán.

El boxeador de peso semi completo, Sergey Kovalev, quien noqueó al español Gabriel Campillo el sábado, conoce muy bien el poder devastador del puño humano. En diciembre 5 de 2011, su oponente, Roman Simakov, colapsó en el séptimo asalto de un combate llevado a cabo en Rusia y murió de sus lesiones tres días después. Simakov, de 27 años de edad, había sido derrotado solo una vez en 21 peleas como profesional y ciertamente no parecía un candidato para el desastre. Kovalev estaba, entendiblemente, triste.

"Si vuelvo a pisar el cuadrilátero nuevamente, le dedicaré mi próxima pelea a Roman", comentó Kovalev en un blog varios días después. "Todas mis ganancias serán enviadas a su familia. Perdóname, Roman. Descansa en paz, Guerrero".

Kovalev ya ha peleado en dos ocasiones desde la catástrofe de Simakov, acumulando nocauts en ambos combates, y si estas peleas pos tragedia son alguna indicación, usó lo mejor de su nivel para conmocionar a Campillo. Algo menos que eso podría perjudicar su bienestar propio.

Sólo los mejores pueden contenerse y aún así prevalecer como lo hizo Emile Griffith por muchos años luego de la muerte de Benny "Kid" Paret en su pelea en 1962. "Estoy sensible aún de aquel momento", le dijo Griffith al autor Peter Heller luego de una década del fallecimiento de Paret. "Nunca he derrotado a alguien realmente desde entonces".

Evidentemente el público vidente no estaba tan aprensivo como Griffith.

"Las repeticiones fueron al aire y demostraron la paliza que Paret estaba recibiendo", dijo Don Dunphy, quien estaba detrás del micrófono durante la transmisión del encuentro fatal por ABC. "Una y otra vez emitieron la repetición. Luego escuché que los ratings por el programa post pelea fueron más altos que por la pelea en sí. Aparentemente, la gente estaba telefoneando a sus amistades para que sintonizaran, que un hombre está recibiendo una paliza mortal en televisión".

El primer registro que se tiene de una muerte en el boxeo en los Estados Unidos fue el de Thomas McCoy, quien murió como resultado de una paliza viciosa que recibió por parte de Christopher Lilly en un combate ilegal a mano limpia. La infame pelea se llevó a cabo en septiembre 13 de 1842 en Dobbs Ferry, un pequeño pueblo a 25 millas al norte del Hudson River en la ciudad de Nueva York. Al final de los 119 rounds- bajo las viejas reglas del London Prize Ring Rules, un round terminaba cuando uno de los peleadores caía- McCoy colapsó y murió al instante. La pesquisa de un forense determinó que se había ahogado con su propia sangre, el resultado de sus heridas drenándose en sus pulmones.

Aunque las cifras exactas no se han conservado, desde que McCoy murió, miles de boxeadores han fallecido por lesiones infligidas por sus adversarios. Sin embargo, hombres y mujeres continúan boxeando, y de vez en cuando uno de ellos muere como consecuencia. Avances en la salud recientemente instituidos y medidas de seguridad han significativamente reducido el número de fatalidades en el boxeo, pero mientras exista un deporte de combate, la amenaza de un final desastroso nunca será completamente eliminada.

¿Por qué la sociedad permite tal barbaridad? Seguramente debimos haber entrado en razón para esta fecha y elevarnos por encima de esta forma de entretenimiento tan cavernícola. ¿Cómo el boxeo ha conseguido mantenerse legal, especialmente ahora que estamos totalmente conscientes de todos los peligros envueltos- incluyendo consecuencias insidiosas por las múltiples conmociones, desde problemas neurológicos incapacitantes hasta la depresión y el suicidio?

Hay, por supuesto, racionalizaciones estandarizadas: el boxeo mantiene a los chicos fuera de las calles y de pandillas, enseña disciplina y los méritos del trabajo duro, ofrece una salida a aquellos al fondo de la escalera socioeconómica y provee un método de canalizar la agresión y enojo a un comportamiento socialmente aceptable. Además, numerosos deportes sufren más fatalidades que el boxeo. ¿Y saben qué? Todo eso es cierto. Pero algunas circunstancias atenuantes no van a convertir una racionalización en una justificación.

¿Quién sabe? Tal vez los beneficios del boxeo sobrepasen lo negativo; tal vez no. Pero de cualquier modo, es solo parte de la historia. Todo comienza con la condición humana. En nuestra esencia aún somos bestias rabiosas fácilmente irritadas y despiadados en nuestra reacción al peligro, real o imaginado. La evidencia de esta realidad está en todos lados: las guerras alrededor del mundo continúan un acercamiento al estilo de ataque en equipo a la violencia masiva, las cenizas cálidas de un gran incendio que enciende el fusible de otro en un eterno round de muerte y destrucción. La violencia civil con armas está en su peor momento, muertes masivas se han convertido en cotidianeidad.

Comparado con ese tipo de carnicería, el boxeo es un proyecto relativamente domesticado, en las mentes de a quienes les encanta, una forma honorable en la cual expresar nuestro lado obscuro. Además, esa sensación nauseabunda que sientes cuando parece que un boxeador puede estar gravemente herido es el otro lado de la naturaleza belicosa de la humanidad, el compasivo contrapeso que crea la dualidad del yin y el yang que nos une.

El cuadrilátero puede verse como un espejo en el que se reflejan todo el espectro de las emociones humanas. No es siempre lindo de ver, pero volvemos a por más, ansiosos por participar, aunque sea indirectamente, en un ritual tan antiguo como la raza humana y tan atemporal como un puño apretado. Es por eso que el boxeo sigue vigente y es bienvenido en muchos lugares a pesar del aterrador precio a pagar.