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Rattín y la Reina

Ilustración Sebastián Domenech

LONDRES -- Y ahora estamos en la cuna del fútbol (según ellos), recién saliditos de nuestro conventillo, flotando a la altura de los segundos pisos de los edificios, somos ahora invisibles y más argentinos que nunca.

Podemos observar todo lo que los ingleses promueven en contra del gran seleccionado argentino de todos los tiempos, formado por Antonio Roma, el mejor arquero, Antonio Rattín, el mejor volante central que vieron nuestros ojos humanos; Albrechet, Ermindo Onega y muchos más.

Con este equipo nace el fútbol argentino moderno y ¡en el mismísimo suelo inglés! A pura prepotencia de carácter, picardía, dejando en claro que, para jugar al fútbol, hay que tener más que habilidad, sino ingenio, polenta y amor por la camiseta.

Jugamos contra Inglaterra y Antonio Rattin acaba de ser expulsado por el árbitro, pero no sale de la cancha. Dice que no entiende lo que el árbitro le indica. Desde las tribunas los ingleses le gritan de todo ¡animals! ¡animals!

Pero Rattin no hace caso a los insultos, se sienta en la alfombra roja de la Reina Isabel de Inglaterra. Y luego se limpia las manos con el banderín que tenía estampada la bandera de Inglaterra. ¿Y luego qué pasó? Ahora les cuento.

Todavía con la camiseta número diez puesta, Antonio Rattín, era escoltado por una cuadrilla de soldados encerrado en un calesín con ruedas y rejas.

Después del partido se dirigía al Palacio Real en las afueras de Londres, donde lo esperaba la Reina Isabel un poco enamorada, por la masculinidad, los pelos y el salvajismo erotizante de este muchacho de lejanas tierras.

Rattín, gritaba en su jaula, visiblemente enojado, ¡nos chorrearon! ¡nos chorearon estos ingleses..!

Al gran Antonio Rattín, un jugador aguerrido, lo metieron en la última celda del Palacio Real, en el piso númeo 15 y ahí comenzaron a encadenarlo.

Del cuello le amarraron una cadena gruesa, que bajaba hasta los pies y luego subía como una boa constrictora aferrándose con intensidad a las piernas, cintura y pecho del crack.

Para seguridad de la Reina que se moría por conocerlo, los guardias lo encadenaban más y más. A todo esto, recordemos que Inglaterra había eliminado a Argentina por la mínima diferencia.

Otra cadena de menor espesor, pero de oro, salía desde los dedos pequeños de los pies hasta las orejas, cubriéndolo completamente. Y luego le pusieron otra cadena más fina, pero resiste de aluminio, que se le metía en los agujeros de la nariz y entre los dientes y le daba varias vueltas a cada una de las pestañas gruesas y negras del argentino.

Pero ante la peligrosidad del salvaje que osó posar sus nalgas en la alfrombra real, los guardias para mayor seguridad de la Reina, trajeron una cadena gigante de nueve kilómetros de largo y siete toneladas de peso que se la enredaron con mucho esfuerzo en el cuerpo de Rattin, ahora sí inmovilizado para siempre.

Pero un crack es más crack cuando está encadenado y el equipo lo necesita. Pero un crack es libre de mente y maquinaba una escapatoria a cada segundo.

Al fin llegó el momento y la Reina entró a conocerlo, pero fue grande su decepción porque no pude verle las piernas y apenas salía un pedacito de piel de entre tanto encadenamiento. Sin embargo se oía la voz del argentino cantando un tango, lo que conmocionó a la Reina de forma descomunal.

Pero en esa se oyó un crujido de la paredes, y luego otro crujido con un temblor del piso y los techos y el peso de las cadenas hizo que todo el Palacio Real se desmoronara.

Y Antonio Rattin se vino abajo entre piedras y grilletes, pero con su pedacito de carne libre pudo tomar a la reina y la salvó de una muerte segura.

Y comenzó a girar como una gran masa metálica y atravesó destruyendo ciudades y luego rodando, siempre con la Reina en su base, llegó a Madrid y luego flotando y rodando como una lancha cruzó el Oceáno Atlántico y llegó a Buenos Aires y las cadenas cedieron y se rompieron liberándolo como producto del mismo enrodamiento del crack y quedó tirado en el pasto del Parque Lezama, todo mullido, cansado, con la Reina Isabel muerta de amor en sus brazos.

Todo esto lo presenciamos desde el yotibenco invisible. Fuimos privilegiados.

(continuará...)