Especial para ESPNDeportes.com 11y

El partido del siglo

MEXICO DF -- Y ahora nuestro conventillo viaja a velocidad inclasificable y nos lleva a la fabulosa ciudad de México; y de ahí al estadio Azteca, el estadio más imponente del mundo. Es 17 de junio de 1970. Citroën ha lanzado sus famosos autos en forma de animalitos agazapados y las dictaduras comienzan a copar todos los países de América Latina. Nosotros que venimos del pasado, sentimos un fuerte olor a cambio en el aire de México.

Dando vueltas en el aire sin parar, hechos un obillo de lana, caemos a las gradas del mítico estadio mexicano. El calor es infernal y los jugadores descansan tirados en el césped en el centro del estadio. Terminó el partido entre italianos y alemanes, por semifinales de la Copa del Mundo, ahora descansan y esperan el alargue. Empataron 1-1 y hay que definir quien juega la final contra Brasil.

Nosotros nos pasamos las manos por la cara y nos refregamos los ojos. Se nos acerca un vendedor ambulante y nos obsequia tres mojitos, dos licores con el gusanito y cinco cervezas Nexaca, la cerveza del campeón. Hace y bebemos con holguera, desesperación e infinita emoción.

Brasil acaba de vencer a los poderosos uruguayos, en un duelo increíble en el cual el equipo de Pelé y compañía se impuso por 3 tantos a 1.

Los italianos y los alemanes están excitadísimos, en la final los esperará el poderoso equipo carioca. En ese momento, cuando comenzó el tiempo de alargue y no sé si Gerd Müller o quién puso el 2-1 para Alemania, cuando oí que mi amigo Azulino Sepúlveda, se puso a favor de Italia.

-¡Vamos Italia todavía, sos el mejor!
-¿Qué te pasa, te volviste italiano?

-Nada, Cucu, es que me gusta el buen fútbol.

En fin, a los pocos minutos una andanada infinita de goles nos dejó locos. Ante semejante desplazamiento de los jugadores, su entrega física en medio de un calor asfixiante, cada vez que convertían un gol sentíamos que eyaculábamos de la emoción.

Sin duda, era el mejor partido que habíamos visto en nuestras vidas. Un gol italiano y nos arrancábamos los pelos de la cabeza, los dábamos golpes de puño en el estómago. Un gol alemán y nos desesperábamos, pegábamos aullidos que todos los hinchas a nuestro alrededor miraban extasiados. Los mordíamos las uñas y los codos. Lo que estábamos presenciando era un canto al fútbol.

Hasta que en el último minuto llegó el gol de Italia y ahora sí, ya no pudimos más. Saltamos abrazados y abrasados en nuestro propio calor, la fuerza expansiva de nuestra energía, elevó al estadio Azteca que comenzó a sacudirse de sus cimientos. Era tanta la fuerza emocional y gravitacional de los hinchas que el estadio tomó energía propia y comenzó a elevarse y se alejó de México y pronto llegamos al medio del mar del Caribe o del Golfo de México, como si fuese una isla volante, mientras los azurras no paraban de festejar su gran triunfo. Los alemanes lloraban tirados en el piso, el mismísmo Frank Beckenbauer lloraba como un niño.

Y entonces fue que ocurrió lo impensado, se escucharon bombas de fuego que apuntaban al Azteca, tratando de derribarlo. ¡Eran los tanques de guerra de El Salvador! Los salvadoreños todavía seguían enojados por no haber podido llegar a las finales y querían vengarse derribando el mítico estadio Azteca.

Por suerte, estábamos demasiado lejos del alcance de las balas. Y continuamos flotando sin rumbo fijo, con miles de personas saltando locas de alegría y muchos no se daban cuenta.

Desde las gradas mas altas del estadio vimos que en el horizonte se acercaba a toda velocidad, muerto de celos, nuestro conventillo querido.

¿Qué haríamos? ¿Deberíamos brindarle explicaciones?

(continuará...)

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