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El vértigo del retiro

BUENOS AIRES -- Un año exacto después de su "retiro", Juan Sebastián Verón volvió a los entrenamientos, dispuesto a jugar nuevamente en Estudiantes y a retomar su antigua vida.

A los 38 años, luego de haber ejercido como director deportivo, el futbolista evaluó que aún le queda hilo en el carretel y que puede ser más útil dentro de la cancha que como asesor o dirigente.

Ídolo indiscutido y portador de un apellido glorioso, Verón sabe que aquello que le falte de reflejos y rendimiento físico lo compensará con carisma y predicamento. Se supone que su pegada certera, que siempre le ha permitido ahorrar metros de recorrido y desgaste innecesario, hará el resto.

Verón ha dicho que reincide en el fútbol para dar una mano. Y es probable que lo haga. Calidad le sobra. El peligro es que alguien que ha demostrado no encontrar ocupaciones satisfactorias fuera de la cancha difícilmente advierta si su deseo de ayudar al club se llega a convertir en un lastre.

Hay un pacto con los ídolos: Verón descuenta que su versión 2013, por devaluada que se observe en comparación con el pasado luminoso, será aplaudida como un gesto de generosidad.

Y aunque Verón juegue mal o se lesiones seguido y su aporte sea casi nulo, nadie le reprochará nada. Eso se llama lealtad.

Suele castigarse la desmemoria del hincha. Su ánimo veleta que exalta y condena con diferencia de días. Y que, cuando pasa el tiempo, no siempre reconoce debidamente a quienes honraron la camiseta de sus desvelos.

Del otro lado, los jugadores que participan de la galería sagrada de un club, deben cuidarse de no tensar la cuerda y usar el cariño del público para cometer arbitrariedades o saciar caprichos con la certeza de que siempre serán aprobados.

Verón, como hombre inteligente que es, habrá tomado nota de algunos regresos infelices que terminaron casi en chantaje para la tribuna. Uno de ellos lleva el nombre del más notable futbolista de la historia.

La gente de Boca terminó viéndolo trotar con el pecho inflado pero sin incidir en el juego (¡justo Diego!), como un prócer que paseara con orgullo su heroísmo extinto. El resto de los días, se ausentaba de los partidos por motivos nunca claros.

Era evidente que Maradona nunca iba a abandonar el fútbol, sino que iba a tropezar con el final sin darse cuenta. El bello sueño aniquilado por el sol que pega de lleno en la cara. Y el público asistió a ese declive sin chistar.

Ya se habló aquí del eterno retorno que abonan ciertas figuras. Carlos Bianchi, Riquelme (otro que se arrepintió del retiro), Ramón Díaz... La ilusión del hincha es reproducir los días felices como si el tiempo jamás hubiera pasado. Como si todo siguiera intacto.

Los que vuelven tienen la misma fantasía, tal vez con un agregado: creen que nadie puede hacerlo mejor que ellos. Que son únicos, inimitables, insustituibles. Según se mire, eso se llama vanidad o espíritu ganador.
El tribunal permisivo, que sólo tiene para los elegidos una mirada amorosa, a veces impide advertir que el tiempo no es inocuo y lo transforma todo.