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El nacimiento de la fascinación

Luis Scola, en el centro, festeja. El gran capitán fue clave para el triunfo albiceleste AP

Argentina está fuera del Premundial de Caracas. Al menos, eso indica la lógica. El tercer cuarto está avanzado y Canadá gana por nueve puntos (50-41). El equipo norteamericano es más veloz, más atlético, más joven y, por sobre todas las cosas, más alto.

Julio Lamas ha ensayado variantes, pero los talentos NBA de Jay Triano tienen las riendas del juego. Todo lo que se intenta luce insuficiente; el básquetbol está listo para darle paso a un cambio de mando. La vieja escuela está cayendo a manos de la nueva. Sólo resta rendirse ante lo evidente, que luce inevitable.

Sin embargo, hay un muchacho que parece resistirse al orden establecido. Fuera de su hábitat es rocoso, lento, pero cuando pisa el rectángulo pintado su cuerpo pasa a ser el de un bailarín adiestrado. Brazos y piernas se combinan con movimientos irreproducibles. Es Harry Houdini liberándose de los cerrojos, listo para su último gran truco.

Tiene la camiseta 4 grabada en el dorso y dicen, los que lo conocen, que jamás ha faltado a una cita con los suyos. Luis Scola, se llama. Los pasos desnudan experiencia; deja huellas gastadas en cada odisea que emprende hacia el costado fuerte, separado del débil por la línea de mitad de cancha. El hombre va. En silencio. Espera ubicado en el margen ideal para que su giro desemboque en su mano fuerte. Su espalda tolera los empujones recurrentes de gigantes nóveles que han esculpido su fuerza gracias a horas de gimnasio.

Scola recibe el balón y lo levanta. Luego lo baja. Mira hacia un costado, hacia el otro, y empieza a empujar. Una, otra y otra vez. Una más. Primero el pie izquierdo, luego el derecho. Los defensores juegan a las matemáticas: uno, dos y finalmente tres hombres sobre él. Sin embargo, de nuevo, el mago de 2.06 mts lleva a cabo su ilusión. Nada por aquí, nada por allá. Todos miran hacia un lado mientras la resolución está en otro; el ABC del truco se premia siempre con puntos.

El kilometraje no siente las horas de vuelo. La lógica sigue defendiendo a los norteamericanos, que han movido piezas una tras otra en busca del desgaste del oponente. Sin embargo, Scola pide no salir pese a que sabe que debe hacerlo. Querer y deber vuelven a enfrentarse en las entrañas de un mismo cuerpo.

Argentina está aún al borde del nocáut. Scola reúne a sus compañeros y les dice algo. No sabemos a ciencia cierta qué, pero parece ser importante. En la acción siguiente, vuelve a operar en la llave; recibe, devuelve, vuelve a recibir. Utiliza el hombro izquierdo para desestabilizar al oponente y para empezar a romper el pronóstico desfavorable. Los golpes son tan necesarios como dolorosos. Utiliza los pies, las manos y el cristal como una extensión de sus extremidades. Anota dos puntos y tira de la punta del ovillo para que sus compañeros desaten sus nudos. El desgaste ya no se siente. Los canadienses se observan entre sí, incrédulos. La defensa albiceleste empieza a creer que es posible y al ataque siguiente, el nacimiento de la fascinación encuentra su punto más alto: Scola anota un flechazo a distancia, exhibiendo ante los ojos del mundo la razón por la que tantas noches atrás ensayó, con frialdad, sus dotes de arquero.

El veterano se apodera del partido y de todo lo que está alrededor. Otra vez, como si el tiempo jamás hubiese pasado. Como si existiese una NBA superior que engloba a otras cinco más pequeñas. Scola cierra el puño, pone sus ojos en el cielo, aprieta los labios y agita su mano derecha a modo de escarmiento. "¿Viste que te dije que iba a ser así? Esto no termina hasta que termina", parece decir el capitán, y eso parecen escuchar sus compañeros, que lo envuelven en un círculo que se disfraza de abrazo. Hay tiempo muerto, pero ya es historia juzgada. Nada vuelve a ser lo mismo. Hasta Jay Jay queda paralizado, pese a ser un fanático desmedido de la hiperquinesia. Entonces, Facundo Campazzo y Selem Safar se unen a los brazos del pulpo y empiezan a castigar adentro y afuera, como predicadores que desparraman el mensaje celestial.

Los periodistas argentinos ya tienen sus pupilas color vidrio; dejan escapar un grito porque saben que lo que pasó en los últimos años volverá a pasar hoy. Pierden la compostura y empujan las calculadoras debajo de la mesa, como un escape de los números enfermizos que contaminaron las horas previas. Algunos se abrazan. La fascinación produce esta clase de comportamientos.

El viejo caballero lo vuelve a hacer. Se está llevando una vez más a la chica más linda del baile ante 8000 personas que esperaban un desenlace diferente. La obstinación algunas veces tiene su premio: Scola no es el más veloz, ni el más alto ni el más fuerte, pero de todos modos logra hacer daño con una precisión tan quirúrgica como cruel. No es un golpe por la fuerza. No es un maremoto. Es un liquido que se filtra, gota a gota, pero que inevitablemente derribará el paredón. El cuatro, en posición y número, vuelve a ser la puerta de entrada. La punta de lanza para un agite de manual.

Argentina se levanta del suelo y lastima hasta terminar de saborear su momento. Está en Caracas, pero en un año estará en España. Los jugadores forman un globo en el medio y saltan. Los espectadores dejan el Poliedro con la mirada gacha, sumergida en la depresión, porque el local Venezuela ya no tiene chances con este resultado. Lamas, el hombre de la mesura, atiende a la prensa y llora, pero no es un llanto desmedido, es un desahogo de presión y alegría que se traduce en lágrimas. "El deporte argentino debería agradecerle a Scola", dice.

Sin embargo, Scola no compra relajación. Vende, fiel a su estilo, nuevos objetivos. "Cuando arribás a una competencia de este tipo, el objetivo
final siempre radica en ser campeón", señala.

La fascinación general, entonces, entra en su etapa de maduración.