Alejandro Caravario 10y

La madera del escándalo

BUENOS AIRES -- Cuando ingresa algún intruso en una cancha de Europa, las cámaras de televisión lo evitan. Mientras el juego permanece detenido y las fuerzas de seguridad desalojan al exhibicionista, las lentes se posan en cualquier detalle intrascendente.

Narrativamente, la transmisión pierde fuerza, pero prevalece la idea de arrebatarle protagonismo al invasor y desalentar así a quienes abriguen propósitos parecidos.

En la Argentina, el procedimiento es absolutamente a la inversa. Un señor, furioso por la derrota de River, le arroja un trozo de madera de su butaca a Leandro Grimi, jugador de Godoy Cruz en pleno festejo, y el Comité de Seguridad en el Fútbol (Cosef) estudia la posibilidad, ya corriente, de jugar el próximo partido en el Monumental a puertas cerradas. Con clima de entrenamiento.

Esto sí que es estimular el afán estelar que se apodera de muchos hinchas, sobre todo en estado de ebullición. La reacción destemplada de uno promueve el cierre de la cancha. Ese hombre anónimo podrá jactarse de su incidencia en la agenda deportiva.

Por mucho que lo hayan exagerado los medios por mero reflejo, la agresión dista considerablemente del carácter asesino que se le pretendió atribuir. Cuántas veces vemos a los ejecutores de los tiros de esquina protegidos por el escudo policial para impedir que los alcancen los proyectiles.

Se trata de la violencia que hemos aprendido a naturalizar. Y que no proviene precisamente de la facción que comanda la popular ni de los lúmpenes que esta cobija.

En el incidente de River, la violencia provino de un socio que observaba el partido entre pares en un lugar exclusivo. Allí no hubo "infiltración" ni intereses solapados bajo la máscara del hincha.

Allí hay violencia ciento por ciento futbolera, ante la cual el tan mentado dispositivo conocido como AFA Plus, que enarbola el empadronamiento como solución mágica, nada podrá hacer.

Es digno de destacar que, aun sin tener proporciones extraordinarias, el episodio no haya pasado de largo, musicalizado por los lamentos de rigor.

Es más, esta vez el club, en lugar de propiciar los incidentes (no hubo permisividad para ingresar pirotecnia prohibida, por ejemplo, como en otros casos), se abocó a identificar al socio y a seguir los mecanismos democráticos previstos para expulsarlo de la institución.

Una vez que los dirigentes no miran para otro lado ni fingen la indignación colectiva sin mover un dedo se los castiga. La verdad, no se entiende.

Si existen las pruebas que culpabilizan al que arrojó la madera y el club lo sanciona, ¿por qué extender la responsabilidad a quienes son claramente inocentes? No parece un criterio que abone la justicia ni la prevención.

¿Hubo laxitud en los controles de River y eso facilitó el hecho de violencia? No. En todo caso, la penalización no debería consistir en negar el ingreso sino en obligar a reforzar el personal en zonas críticas o modificar las instalaciones con butacas de cemento. En fin, medidas que podrían achicar los márgenes de riesgo, pero que difícilmente neutralizarían la voluntad destructiva de algunos socios.

Detrás de argumentos que invocan la seguridad, el fútbol, a instancias de las autoridades del área, está alejando al público. Cerrar los estadios por cualquier cosa suena a escarmiento irreflexivo más que a una política que combate la violencia.

Si el costo de la paz es la ausencia absoluta de espectadores, estaríamos en presencia de un estruendoso fracaso.

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