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El entrenador fetiche

BUENOS AIRES -- Reinaldo Merlo es un pragmático empedernido. No porque suscriba algún credo táctico, sino por mero instinto de supervivencia.

Mostaza no es un entrenador de la opulencia, sino, por el contrario, alguien con fama de aprovechar, merced a su experiencia y oficio, planteles modestos que necesitan más puntos de los que se merecen.

Su reputación combina apego al entrenamiento y la picardía de un hombre con calle y años de vestuario. Así se ha ganado el respeto. Aunque cierto pintoresquismo, que va desde la melena de oro y su voz lacerada hasta sus supersticiones, no lo hace lucir tan serio como su discurso, que apela con devota insistencia al "trabajo".

Su carrera, si bien no ha frecuentado la gloria, tiene un highlight que lo catapultó literalmente al bronce: comandó el equipo de Racing que, en 2001, luego de 35 años de sequía, se consagró campeón.
Desde entonces, más allá de sus talentos como conductor y de su mirada sobre el fútbol, se convirtió en un ídolo. Y, sobre todo, en un fetiche. No es para menos.

Y por esa condición su nombre siempre ha vuelto a sonar en el club en los momentos de zozobra. Regresó en 2006 y la magia no resultó. Y otro tanto ocurre ahora, cuando la acumulación de seis derrotas en tan sólo ocho partidos, sumada a un juego escandalosamente inconsistente, ajan la estampita del santo.

A pesar del momento aciago, la directiva de Racing ratificó la continuidad del entrenador, cuyo contrato vence a fin de año.

La noticia resulta gratificante. En un medio en el que sólo se concibe el presente rabioso, demostrar gratitud por el pasado feliz, honrar la historia y los nombres queridos es un gesto de infrecuente dignidad. Lo menos que puede hacer Racing es proporcionarle a Merlo la oportunidad del desquite.

De todos modos, en lo sucesivo, las autoridades del club deberán analizar con más detalle lo que pretenden de un entrenador.

La gestión de Luis Zubeldía apuntaba a un proyecto integral cuyo eje era un profesional joven y portador de una labia moderna. Luego, aquella orientación quedó en el olvido.

La contratación de Merlo es directamente un acto de fe. Obedece a la lógica mesiánica, según la cual un nombre poderoso alcanza como dispositivo contra incendios.

Ya han pasado 13 años de aquella vuelta olímpica. Merlo y el fútbol son otros. La extrapolación no es factible; la Tierra tiene la costumbre de girar en forma incesante.

Está claro que las connotaciones gloriosas de un apellido no transforman la realidad de un plantel vacilante. Los actuales ejemplos de Bianchi y Ramón Díaz lo corroboran.

Y acaso los pergaminos y los saberes tácticos tampoco sean determinantes en el éxito de un entrenador. Una clave más valiosa parece estar dada por la relación fluida, empática, con los jugadores, quienes a veces no se sienten a sus anchas con personajes que pertenecen a la generación de sus padres y que por lo general subestiman el mundo simbólico de los jóvenes.

Los futbolistas no se devoran voluntariamente a los técnicos que no les caen en gracia. Pero es indudable que los grupos se fortalecen cuando su líder los interpreta cabalmente. Y esa sensibilidad no reconoce límites etarios.