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Carlos Alberto

A medida que el fútbol evoluciona, cada vez es más habitual encontrar partidos decisivos, con mucho en juego, que se definen por detalles. Acaso por esta razón, la memoria colectiva busca recuperar un momento que la ayude a regodearse en lo artesanal.

El instante al que recurre es el minuto 85 de la final del Mundial de México 1970. El cuarto gol de Brasil frente a Italia. La exaltación del fútbol colectivo. Desde que se gesta esta jugada icónica -una recuperación del delantero Tostao ante el delantero Domenghini, sobre el sector izquierdo de la defensa de Brasil-, hasta que finaliza Carlos Alberto sobre el extremo opuesto de la cancha, en la derecha del ataque del scratch, el estadio Azteca asiste a una sinfonía perfecta. Casi 108.000 espectadores deliran. El mundo marca un nuevo récord en su capacidad de asombro.

La circunstancia del marcador hasta el momento en que Carlos Alberto entra como una tromba a golpear con tres dedos la pelota cedida por Pelé, aumenta el valor de la maniobra. Porque Brasil la ejecuta como si estuviera perdiendo cuando en realidad está tres goles a uno arriba. Y porque Brasil muestra devoción por el juego, declaración de amor que comparte con una audiencia planetaria.

La secuencia regala momentos top en cada una de las escalas que hace la pelota antes de terminar en la red del arquero Albertosi. La manera en que Tostao se retrasa en el terreno de juego como si fuera un lateral zurdo especialista, para rebañar la pelota. El modo en que Piazza comienza la jugada, con la cabeza levantada y suma elegancia al sacar el balón desde atrás. Lo que hace Clodoaldo, quien gambetea en su propio campo a cuatro rivales que le salen de forma escalonada. El pase milimétrico en profundidad que le mete Gerson a Jairzinho sobre la izquierda. La diagonal de este para arrastrar la marca pegajosa y liberar a Pelé. Y el regalo de 'O Rei' al espacio para que Carlos Alberto fusile sin piedad.

La belleza también puede ser prepotente. Sí. Y su fulgor puede no morir con el paso del tiempo.

Este gol que consigue Brasil trasciende la pasión por una camiseta. Por una nacionalidad. Hace afición y promueve el fútbol al punto de conferirle una propiedad terapéutica. Su don para transformarnos nuevamente en aquellos niños que hemos sido y que disfrutábamos del juego sin que ninguna impureza mundana importara. Un viaje a un estado ideal, sin miserias ni distracciones que merezcan la pena más allá de una pelota en movimiento. Aquel Brasil de '70 que daba sin reclamar nada a cambio, merece agradecimiento eterno.