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El jugador interminable

Manu Ginobili se acerca a cumplir 37 años. A su alrededor, los mejores atletas de la tierra intentan arrebatarle lo que es de él. Su casa -la verdadera, la de su origen- está a miles de kilómetros de distancia. No tiene preocupaciones económicas, ha sido bendecido con el nacimiento de su tercer hijo... ¿Qué hace este muchacho aquí todavía?

Ginóbili es el competidor más grande que jamas haya visto. Un jugador imprevisible en un terremoto de jugadas esperables. A los 16 años, la gente se tapaba los ojos en Bahiense del Norte en cada una de sus arremetidas en la zona pintada; era flaco, desgarbado, chiquito. Pero iba. Siempre. Una perseverancia desmedida, una obstinación recurrente que rayaba en locura. Donde los demás veían peligro, él veía oportunidad.

Dos décadas después, Ginóbili sigue haciendo lo mismo. El escenario es diferente, pero los peligros son iguales. Él ha crecido, sus músculos no son los de antes, pero no muestra temor. No duda. El truco sigue vigente y desata, pese a la repetición, aplausos en el desenlace. ¿Cómo lo hace? Quien sabe. Harry Houdini tampoco entregó jamás respuestas a esta clase de enigmas.

A medida que pasa el tiempo, comprendemos mejor a los grandes atletas. Anticipamos, de algún modo, la creación. Hay tics, señales imperceptibles que permiten desnudar al protagonista. Sin embargo, confieso que jamás pude anticipar una jugada de Manu en su inicio. El final siempre fue predecible, pero nunca tuve ni la más remota idea de los conectores que se cruzaban en su cabeza para dibujar esos movimientos extraños en el embrión del movimiento.

Los zurdos siempre poseen algo especial, una mirada oblicua que les permite girar el escenario, ponerlo de revés. Ginóbili tiene un lado zurdo de la vida que es mucho más que su mano izquierda. Es una forma de enfrentar las cosas, de hacerlas propias. Rompe con las leyes tradicionales a partir de la fortaleza mental. Un convencimiento que permite fragmentar barreras, desafiar un orden establecido, trascender límites tajantes para dibujar nuevos. Observación de lince para encontrar un hueco que los demás no vieron. Sagacidad del tigre para esperar a que la presa pise la trampa para sacar ventaja.

Ginóbili es un verdadero impostor. Un perro que cojea; cuando parece que está lastimado, dolorido, terminado, es cuando aprovecha para lastimar en serio. Es el mayor peligro, porque siempre hay una jugada más, un truco más, una vida más. Por repetición resulta irritante: utiliza el cuerpo del rival como una cama elástica para separarse y encontrar el lanzamiento. Tira triples en jugadas que dictan otra cosa. Encuentra pases lacerantes, absurdos, excéntricos con la precisión de un cirujano, en momentos trascendentales en los que todos demoran ante la duda de si hay que cortar el cable rojo o el verde.

Si los Spurs fuesen una obra de teatro, Ginóbili tendría por siempre las líneas que levantan al público. El carisma es algo que no se entrena. Es lo que permite el disfrute en el éxtasis del triunfo y el perdón en la agonía de la derrota. A la misma escala.

Nos cuenta ESPN Stats que Manu, quien anotó 23 puntos en 28 minutos, fue la bujía de San Antonio en el Juego 4. Con él en cancha, los Spurs tuvieron +11 en puntos, con 54.5% en tiros de campo y una eficiencia ofensiva de 117.6. Sin él, -7 en puntos, 34.3% en TC y 69.7 en eficiencia ofensiva.

Este patrón tiene que decirnos algo. Ginóbili marca diferencias por su lectura del juego. Esa es la razón por la que su inyección desde el banco transforma la naturaleza de lo que viene ocurriendo. Modifica el entorno por completo. Los Mavericks trabajaron con frialdad y eficiencia la rotación defensiva para impedir una circulación coherente de los Spurs. Tony Parker, arma de destrucción masiva de San Antonio en el perímetro, fue domesticado a hacer lo que ellos querían, cediéndole el tiro a distancia para evitar las penetraciones que abren el juego del coro de tiradores de Spurs, merced a los espacios que se ceden de los rompimientos.

El escolta argentino entendió esa mecánica desde que le tocó ingresar. Y a partir de allí desplegó sus armas en función de una idea mayor, que le permitió mejorar su planilla sin buscarlo desesperadamente. La clave del juego es adentro-afuera y así se vio con la conexión francesa entre Parker, quien apareció en la ofensiva en la que más se lo necesitaba, y Boris Diaw, quien anotó el lanzamiento más importante del encuentro desde la tercera dimensión.

Más de una década después de su debut en la NBA, Ginóbili sigue haciendo lo que Ginóbili hace: aparecer en el lugar justo, a la hora indicada, para darle esperanza a los suyos. "Hay que jugar hasta quedar exhausto. Así esperábamos que sucediera, en especial contra un equipo que está jugando en grande", dijo Manu a ESPN al cierre del encuentro.

Los Spurs están jugando por debajo de sus posibilidades. Con lo que se vio hasta ahora no alcanza, sobre todo pensando en algo más que una primera ronda. Kawhi Leonard, Danny Green y Marco Belinelli tienen que aparecer de inmediato para que todo lo planteado por Gregg Popovich tenga sentido. La circulación, a través de Parker, tiene que cobrar nueva vida.

Ginobili, mientras tanto, avanza nuevamente. Obstinado, recurrente, abusivo. Lo que empezó en sus inicios como jugador lo repite en el epílogo de su carrera. Una estructura circular de trazo perfecto. Los ojos vuelven a inyectarse con fuego: el guerrero de Bahía Blanca busca una vuelta más. Un round más. Un golpe más. El jugador interminable vuelve a hacer de las suyas.

El acompañamiento y el trabajo en equipo, de todos modos, se tornan imprescindibles. De eso se tratan los Spurs.

De eso se trata y se tratará, por los tiempos de los tiempos, este hermoso deporte.