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Las miradas, las palabras y el silencio

BUENOS AIRES --¿Usted Conoce a Porthos?
-No.
-Es un personaje de Los tres mosqueteros. Y de otra novela que Alejandro Dumas escribió pero que no es muy conocida, El vizconde de Bragelonne. Porthos era alto y fuerte... pero un poco bruto. No había pensado en nada en toda su vida. En El vizconde..., no recuerdo exactamente cómo ni por qué, era necesario que él pusiese una bomba en un túnel subterráneo. Lo hace; coloca la bomba, prende la mecha, y luego sale corriendo...
-No era tan bruto.
-... y mientras corre, de golpe, se pone a pensar. Se pregunta cómo es posible que sea capaz de poner un pie delante de otro. A todos nos ocurrió alguna vez lo mismo. Quizá ya no lo recordamos pero tuvo que habernos sucedido alguna vez. Entonces a Porthos le pasa lo mismo que debió sucedernos a nosotros: dejó de correr. No pudo avanzar más... Todo explota y el techo del túnel se le cae encima. Lo sostiene con sus hombros, porque es fuerte... Pero finalmente, al cabo de un día o dos es aplastado, muere. En resumen, la primera vez que pensó, murió.
-¿Por qué me cuenta esa historia?
-No sé... un poco por hablar... me encontré pensando en ella hace un momento...
-Mi madre me contaba siempre una historia parecida.
-¿Qué historia?
-Un ciempiés camina y se encuentra con una araña que le pregunta: "¿Usted cómo camina? ¿Da primero un paso con las cincuenta patas de la derecha y después con las otras cincuenta de la izquierda, o mueve primero cinco y después otras cinco o dos y después dos? ¿Cómo camina usted?" Y el ciempiés se pone a pensar cómo hace y no puede volver a caminar nunca más.
-¿Por qué tu madre te contaba esa historia?
-No sé. Supongo que porque yo se lo pedía. ¿Pero por qué hay que hablar siempre, todo el tiempo? Yo opino que muy a menudo habría que estar callado, vivir en silencio.
-Si, habría que reducirse al mínimo necesario.
-¿No es cierto? Cuanto más se habla menos quieren decir las palabras.
-Habría que limitarse a llorar.
-Tal vez, ¿pero se puede?
-No lo sé, no lo sé.
-Siempre me impresionó eso.
-¿Qué cosa?
-Que no se pueda vivir sin hablar. Siempre imaginé que sería agradable vivir sin hablar...
-Si, sería agradable... es como... es como si ya no fuese posible amar, ¿no?... Pero no es posible. Nunca se ha logrado. Algunos locos, quizá, pero nunca se ha logrado.
-¿Pero por qué? Las palabras no parecen expresar exactamente lo que dicen, nos traicionan.
-¿A qué se refiere?
-A que a veces se nos pueden escapar, como un grito.
-Sí, hay algo de eso. Pero nosotros las traicionamos también. Debería poder decirse exactamente lo que se quiere decir, ya que hay algunos que han logrado escribir bien, y eso es un indicio de algo... En fin, es extraordinario de cualquier modo que un hombre como Dumas se pueda leer todavía hoy... Se lo comprende, y sin embargo escribía en otra época, en otra lengua. Nadie sabe con certeza cuántas cosas cambiaron desde entonces, y sin embargo... Se debe, por lo tanto, lograr expresarse bien... es preciso.
-¿Pero por qué hay que expresarse? ¿Para comprenderse?
-Hay que pensar, de eso se trata. Y para pensar es preciso hablar, no se puede de otro modo. Y para comunicar lo que uno ha pensado hay que hablar, para oír hay que hablar, para ver.
-Sí, pero al mismo tiempo es muy difícil. Yo pienso que todo debería ser más fácil. Fíjese en la historia de El vizconde de Bragelonne; puede que sea hermosa, pero a la vez es terrible.
-Si, la historia del ciempiés... es terrible... pero indica algo. Creo que sólo se consigue hablar bien cuando se ha renunciado a la vida durante un cierto tiempo. Hay que pagar un precio.
-¿Pero entonces hablar es mortal?
-Sí, en cierto sentido sí, es mortal. Pero hablar también es revivir... en cierto sentido es una resurrección, ya que cuando se habla es una vida distinta a cuando se está callado. Hay una especie de... no sé... que hace que no se pueda hablar bien más que cuando se mira la vida con un cierto desapego.. o mejor... cuando se estuvo muerto durante un tiempo...
-Sin embargo, la vida diaria no puede vivirse con... ¿cómo era?... No sé, con...
-Con desapego... Só, pero entonces se oscila. Por eso se va continuamente del silencio a la palabra. Se oscila entre esos dos puntos. Digamos que en la vida diaria, en la vida cotidiana... uno se eleva hacia una vida... llamémosla superior... porque es la vida con el pensamiento, y antes era la vida sin él, la vida elemental.
-¿Entonces pensar y hablar es lo mismo?
-Sí, yo creo que sí. Trate sino de captar un solo pensamiento que no esté... que no sea traducible en palabras. No se puede distinguir entre el pensamiento y las palabras para expresarlo. Es... inevitable... no se puede. Jorge Luis Borges en un relato hablaba de un general que contaba por enésima vez una batalla legendaria en la que había participado en su juventud, y Borges, mientras lo oye, comprende que detrás de sus palabras no existe más el recuerdo de la batalla sino el recuerdo de las palabras conque la contó tantas veces. Posiblemente no recordaba ni una sola imagen ni descubría nuevas palabras con las que pudiese revivir aquella experiencia y darle algún sentido de... digamos... actualidad. Simplemente recalcaba algunas palabras... pero esto puede suceder con las palabras de cualquier otro...
-¿Por ejemplo?
-Bueno... puedo citarte el ejemplo de un famoso alpinista del que no recuerdo el nombre, insólitamente locuaz, y a quien -cuando vivía en Italia- más veces escuché contar las impresiones vividas al llegar a una cima. Y las frases que repetía eran siempre las mismas, que se había sentido más cerca de Dios, del centro del universo... esas estupideces. Lo que se comprendía al escucharlo era que lo que afloraban eran recuerdos escolares, antologías leídas en la secundaria, no aquello que verdaderamente había sentido.
-¿Pero como puede asegurar así que aquel alpinista no era sincero?
-No sé si era sincero, pero si lo hubiera sido era peor para él. A veces se es más sincero con las palabras de otros. Lo que sé es que hace falta una radical falta de imaginación para pensar hoy que es posible estar más cerca del centro del universo subido a una saliente de la corteza terrestre. No sé por qué asociación recuerdo ahora una frase de Napoleón. Él dijo una vez que el día más feliz de su vida había sido el de su primera comunión. Me parece una estupidez inolvidable verdaderamente histórica. De todas formas basta confrontar lo escolástico de estas respuestas con la sobriedad de otras para encontrarle un sentido a nuestra existencia y a la existencia de los otros, por ejemplo, aquel otro gran alpinista, mucho menos locuaz que el anterior, para apreciar así mejor las diferencias.
-¿A quien se refiere ahora?
-A Reinhold Messner, que superó los límites de tolerancia física hasta entonces conocidos subiendo al Everest sin bomba de oxígeno y solo. Lo vi una vez en televisión responder a uno de estos entrevistadores charlatanes y petulantes, de esos que acostumbran preguntar a un atleta qué pensaba exactamente mientras cortaba el cordel de lana de los cien metros. ¡Imagínese qué cosa puede pensar "exactamente" un atleta que en plena actividad se ha transformado en un manojo de músculos excitados y de energía! Para empezar la sangre fluye, más que al cerebro, a todas las otras zonas del cuerpo, como sucede por otra parte en muchos otros momentos de nuestra vida, que es mejor que no mencionemos porque si no van a volver a acusarnos de pornógrafos...
-¿Qué le preguntó a Messner?
-Eso, qué cosa pensaba exactamente cuando había llegado a la cima del Everest. Y Messner primero lo miró, no le respondió enseguida. Lo miró con una expresión consternada y después inclinó dulcemente la cabeza a un lado, mirando hacia arriba, como buscando las palabras. Pero eso ya era lenguaje, ya contenía gran parte de su respuesta. Su pausa era expresiva, como sólo puede serlo en la música. Respondió primero así, con el silencio, y después dijo lentamente: "Estaba muy cansado". El entrevistador sintió pánico, porque estaba convencido de que hablar no era otra cosa que llenar de palabras el vacío. Y entonces protestó: "¡No! ¡No puede contestarme eso! ¡No puede ser tan evasivo!", sin comprender que con tres palabras Messner había dicho lo esencial, hablaba del cansancio inmenso, del inmenso cansancio, y había tenido el coraje de mantenerse dentro de los límites de la verdad. Y el entrevistador insistía: "Dígame por lo menos qué era lo que más deseaba en aquel momento". Messner entonces lo miró con sus ojos de hielo y después de una pausa todavía más larga dijo: "Quería volver a casa". Le dio una respuesta memorable.
-Sí, pero ¿y la mentira? Hablando uno puede mentir. Messner podía estar mintiendo.
-También pensando corre uno el riesgo de mentir. Messner no mentía. Un hombre que supera los límites de lo humano no quiere otra cosa que volver a estar dentro de esos límites. Había contestado con una honestidad escalofriante. La suya fue la respuesta que hubiera dado un héroe como Ulises, el hombre que habiendo desafiado a los monstruos, a los hombres y a las divinidades trataba de volver a Itaca. Pero, de todas formas... hay poca diferencia a veces entre la verdad y la mentira. Naturalmente no me refiero a la mentira burda, ordinaria, como por ejemplo que yo le diga a alguien "Mañana vengo a las cinco" y luego no vaya; eso es otra cosa. Pero la mentira sutil a veces no se diferencia en nada de la verdad. Uno busca la palabra justa y cree haberla encontrado... nos sucede a menudo, ahora mismo. Y en esos momentos tenemos miedo de no encontrar la palabra exacta. Y al encontrarla, cuando creemos que la encontramos, entonces la articulamos, con un mecanismo muy parecido al del caminar, sin prestar demasiada atención a esa palabra que estamos a punto de articular, que bien podría ser una mentira, una mentira pequeña, o el inicio de una mentira grandiosa... quiero decir, que si prestáramos demasiada atención a lo que decimos correríamos el peligro de quedarnos mudos, o sea de morir, como Porthos.
-Entonces ¿cómo podemos estar seguros de haber encontrado la palabra justa?
-No podemos estar seguros de haber encontrado la palabra justa, y eso es lo interesante. Hay que trabajar, trabajar y trabajar. Es decir pensar, hablar, pensar, hablar... No se puede hacer otra cosa.
-Pero entonces, entender un lenguaje sería como dominar una técnica...
-Sí. El lenguaje es como un laberinto. Uno viene por un lado y sabe por dónde anda; pero si trata de llegar al mismo sitio desde otro lugar ya no lo sabe. Alguien me dijo una vez que un niño se había asombrado de que el sastre "pudiese coser un vestido". Él pensaba que eso quería decir que un vestido era producido por mero cosido, hilo a hilo.
-No sé. Pienso... tengo la impresión de que tratamos ciertas preguntas como si fueran una enfermedad.
-Nosotros somos los enfermos, las palabras siempre gozaron de buena salud.
-Sin embargo... parece que las palabras logran adelantarse, describir por adelantado los hechos que van a producirse. Es en ese sentido que para mí muestran las enfermedades anticipadamente.
-Sí, tiene razón, son signos exteriores que muestras las cosas; algo que va a suceder, como los temblores que preceden a una erupción...
-...una erupción, eso es...
-...pareciera que representan más bien una enfermedad que un estado de buena salud. Indican algo ilimitado, pero al mismo tiempo lo limitan todo. Si nuestro cuerpo no consistiese más que en ojos y orejas, no sería suficiente. Así que es algo muy limitado. Pero al mismo tiempo, ese "muy limitado" da una impresión de ilimitado...
-Es verdad.
-Va del cero al infinito sin parar...
-Es intrigante.
-Es peor. A veces siento que es como si quisiéramos reparar con nuestros dedos una tela de araña.
-¿Qué pasó al final con el otro?
-¿Qué otro?
-Con el que entrevistaba a Messner.
-Ah. Quedó desilusionado. No comprendió todo lo que aquel alpinista había dicho con la mirada, el silencio y las palabras.

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