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La rebelión sin furia

Cesc y Aragones, dos figuras claves para España Getty Images

BUENOS AIRES -- Causaba un placentero asombro verlo a Luis Aragonés, al costado del campo, haciendo gestos insistentes para que su equipo tocara la pelota, como si fuera la única receta para llegar a buen puerto. O como si estuviera en juego, además de la Eurocopa y la pila de billetes que los equipos se llevan a casa, una cuestión de principios.

Hagámoslo bien, con estilo, con belleza, o no lo hagamos. Ese parecía el mensaje (o mi lectura intencionada del mensaje). Justo en un trance (la mismísima final frente al acorazado alemán que, como se sabe, jamás inclina el rey hasta el último segundo) en el que cualquiera habría aceptado cortar la luz o secuestrar al árbitro con tal de congelar el uno a cero que le daba a España el pasaje directo a la gloria.

Sorprendente que tal gesto proviniera de un entrenador español. Como fue sorprendente el fútbol de alta gama que expuso obstinadamente el equipo y cuyo momento sinfónico, memorable, coincidió con la segunda victoria sobre Rusia.

Tal vez por prejuicio asociamos a España con un fútbol más tosco, basado en el empuje o "la furia", atributos que, sin embargo, nunca terminaron de otorgarle la confianza suficiente como para apuntar a lo más alto de la pirámide. España fue, a pesar de su evolución en los últimos años, un poco aldeana, nunca se creyó capaz de integrar la mesa chica de las potencias, aunque contara con los recursos humanos para reclamar un lugar.

Que la mala suerte, que la instancia fatídica de los penales, que la maldición del 22 de junio... Lo cierto es que, salvo aquel título en la Eurocopa de 1964 y un segundo puesto en la de 1984, España no superó el pelotón de los eternos aspirantes en las principales competencias internacionales.

El juego preciso y contundente que lo llevó a la consagración ahora (podríamos elegir a Iniesta como estandarte: por el talento de conductor, pero especialmente por esa cara más española que la zarzuela) resulta un acto de rebelión. Contra un pasado futbolero de pico, pala y frustraciones; y contra una autoestima averiada. El orgullo español siempre ha sido la grandilocuencia de los acomplejados, ha dicho esta generación de futbolistas. Un gesto insinuado en el último Mundial.

El periodista Ramón Besa va más lejos en cuanto al significado de la actuación de España en la Eurocopa 2008 y, en un artículo publicado por El País digital, elige a Cesc Fábregas como símbolo del equipo: "Cesc no tiene precisamente madera de héroe ni necesita la intervención divina o patriótica para que las cosas le salgan bien. No nació con un crucifijo encima de la cama, sino con un rosario de pósters que iba cambiando como la vida misma, de temática distinta incluso, indiferente a la mirada que tengan los demás sobre sus gustos tan particulares y también tan compartidos. (...) La generación Cesc forma parte de un país plurinacional que mantiene una relación afectiva con España sin que tenga que jurarle amor eterno ni que ella se sienta malquerida".

Cesc (apócope del Francesc catalán) tiene apenas 21 años y desde los 16 juega en Inglaterra. Aun cuando brilló en el 3-0 ante Rusia (entró por el lesionado Villa), no es la referencia futbolística más representativa. De hecho, el técnico no lo consideraba titular. Sin embargo, su perfil acaso ejemplifique mejor que ninguno la pretensión española de cambio. Y ya no hablamos sólo de fútbol. Menos Dios y patria (que España tuvo de sobra), menos épica dudosa y más mentalidad abierta (al mundo) no desmerecen el sentimiento de pertenencia a un pueblo.

Ni el valor de un equipo que se siente más seguro de su destreza que de una tradición que no comparte ni respeta. Liberarse de algunos lastres históricos, entre otros beneficios, ayuda a jugar más libremente al fútbol. Y tal vez, en parte, justifique este resultado.