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Juez y parte

BUENOS AIRES -- No soy muy afecto al tenis. Creo que no tengo la sensibilidad adecuada. No concibo el culto a la concentración, el público hierático, el clima solemne de terapia intensiva.

Y siempre lo encuentro propenso a la sobrexplicación, como las ciencias dudosas, como las trampas bien confeccionadas. Quiero decir: salvo algunos comentaristas austeros, los periodistas se ven obligados, por alguna razón que desconozco, a enfatizar su erudición.

Entonces, en televisión, por ejemplo, se toman un rato largo para desmenuzar cada golpe, las variaciones milimétricas con el anterior, las imperceptibles diferencias entre un efecto y otro, sin descartar la incidencia de la temperatura, la velocidad del viento y, por supuesto, la humedad, que afecta de modo directo los movimientos articulares. En suma, el tenis es un gran productor de interpretación excesiva. Casi tanto como la política.

Cuando eventualmente me intereso por algún partido, agradezco la mesura y el ahorro de jerga. Porque quiero entender, no deslumbrarme con la exhibición de algún relator enemigo de las pausas e indiferente al carácter explícito de ciertas imágenes.

Por instantes y gracias a los colegas concisos y certeros (que los hay), logro entrever los encantos de un deporte que me resulta esquivo, condenado a la monotonía.

Agradecí, por caso, la sucinta justificación de la derrota de Del Potro ante Murray, en Canadá: dolor de espalda. Por suerte, la afección notoria del tenista de Tandil, sumada al cansancio acumulado (que también se reflejaba en su cara) cortaron en seco la inspiración de los académicos.

Algunos periodistas, habida cuenta de su antigüedad en el circuito, inflan la parte que les toca e incurren en la defensa corporativa. Se creen jugadores (o entrenadores o dirigentes) y olvidan la distancia saludable que debe preservar la prensa. Justo aquí es cuando muere la sobreinterpratción.

Días pasados, me topé con un comentarista que, para justificar un partido bastante deslucido en el Abierto de Washington, insistía con la abrumadora temperatura ambiente. "Los futbolistas se quejan del calor y los hacen jugar a la noche. Y eso que son once contra once. Esto es inhumano", se quejaba el hombre.

Luego mentó las terribles ampollas que padecen los tenistas en los pies, y siguió compadeciéndose. Tuve la sensación de que no hablaba de jóvenes de vida cómoda, que competían por un botín millonario, sino de, digamos, los mineros del carbón.

Semejante adversidad, por supuesto, reducía el partido a una pulseada mental, otra muletilla del tenis, que suele valorar en forma desmedida el duelo individual.

Nunca escuché a un boxeador (un deporte individual en el que además "los goles te los hacen en la cara", como decía el Puma Arroyo) invocar la supremacía psicológica como clave de una victoria. Y le sobrarían razones.

La descripción técnica exuberante es preferible a este ejercicio de la excusa ajena, de un inmotivado espíritu de cuerpo. Los periodistas, en estos casos frecuentes que no se limitan al tenis, responden menos al público que los escucha (su función específica) que a los deportistas cuya cercanía suponen un capital a proteger.

Por lo tanto, olvidémonos de la información, el comentario crítico y la explicación del conocedor. El periodista militante no puede perder tiempo ni palabras en tales menesteres.

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